ACC : Amigos de siempre.

Cuando llegué a la plaza de Armas del Cusco, minutos antes de las doce del día de aquel día lunes, martes o miércoles, no sé, la verdad es que ya ni me acuerdo, mis amigos estaban esperándome para irnos a almorzar al restaurante Roma, donde estábamos pensionados.

Y, mientras íbamos al local, cruzando la plaza, empecé a buscar en mis bolsillos la tarjeta de consumo que se compraba de antemano, para que la piquen. Esa era la manera de controlar el consumo.

-La olvidé, ¡carajo! grité. Y cuando ya estaba decidido a retornar a mi domicilio, se me ocurrió revisar mis cuadernos y ¡ahí estaba!

De pronto, la plaza empezó a estremecerse con el repique la María Angola. La gente que transitaba distraída, como haciendo volar cometas en su mente, no salía de su asombro porque, después de haber permanecido enmudecida por muchos años como consecuencia del terremoto del 21 de mayo de 1950, la mole de bronce nuevamente hacía oír sus tañidos.

Parecía un león que despertaba de su siesta y rugía con fuerza en medio de la jungla, en este caso de la plaza donde había sido descuartizado Túpac Amaru II luego de presenciar el estrangulamiento de su esposa, la abanquina Micaela Bastidas y sus hijos, aquel 18 de mayo de 1871, uno de los días más negros de la historia.

Sus repiques, eran la mejor demostración que sus heridas se habían curado y sus bronces soldados.

Al escuchar aquel sonido de oro y bronce, algunos transeúntes se emocionaron tanto que empezaron a aplaudir y otros, los eternos desconfiados que nunca faltan, dirigían sus miradas hacia la parte alta de la catedral para cerciorarse que si aquella música celestial provenía realmente de la torre principal donde estaba colgada la campana, o era solo su imaginación.

– Sí, ¡Es la María Angola! –Gritaban.

La misma campana que había sido fundida por encargo de María Angola, una bella dama que pertenecía a una familia acomodada del Cusco, devota de la virgen María y que un día, como resultado de su apasionado romance con un joven español, quedó embarazada. Al enterarse su padre, retó a duelo al amante sin pensar que llevaría la peor parte y murió.

Obligado por la presión social, el joven tuvo que viajar a España, no sin antes prometerle a su amada que algún día estaría de vuelta, pero lamentablemente sus deseos no se cumplieron porque en el viaje falleció.

Al enterarse, la joven María Angola se sumió en el más profundo dolor y decide ingresar al convento de Santa Teresa deshaciéndose de todas sus joyas para la fundición de una campana en honor a la virgen. Y, en reconocimiento a su desprendimiento, el pueblo la bautizó con su nombre.

Y como otras damas también habían colaborado donando sus alhajas, se reunió una mayor cantidad de joyas hizo lo que permitió fundir la campana más grande de ese entonces. Pesaba más de seis toneladas, Para subirla a la torre de la catedral, se tuvo que construir una rampa desde la plaza San Francisco hasta la catedral.

Al oír aquel tañido tan dulce y a la vez tan fuerte, que remecía hasta los cimientos de los portales, todos los que nos hallábamos en la plaza, nos quedamos lelos. Eso mismo le ocurrió a la gente de San Sebastián, San Jerónimo, Saylla, Andahuaylillas, Urcos y a los trabajadores que se hallaban labrando la tierra al otro lado del arco, camino a la pampa de Anta. Y en general, todos los campesinos que se encontraban a cuarenta kilómetros a la redonda, hicieron un alto en sus tareas y empezaron a lanzar sus sombreros al aire en señal de alegría. Igualmente, sus esposas que comenzaban a llegar con la merienda del medio día, se arrodillaron y empezaron a rezar con profunda devoción.

No era para menos porque hacía muchos años que no se escuchaba aquel agradable sonido. Tampoco se podía subir los 100 escalones de piedra tallada que conducían a la cúspide de la torre del Evangelio, porque los arquitectos encargados de los trabajos de restauración lo habían prohibido.

Hoy todo era diferente, parecía un día de fiesta. Particularmente yo, que nunca había escuchado aquel descomunal tañido, me quedé extasiado y me uní al jolgorio. La plaza empezó a llenarse poco a poco, como cuando antiguamente los habitantes llegaban a este mismo lugar al primer toque «del rebato” para escuchar al huerataca.

Aunque, la verdad que esta plaza nunca estaba vacía, siempre había alguien dispuesto a compartir un saludo, un abrazo o por lo menos el aire puro del Cusco. Allí estaba el amigo sentado en uno de los bancos, leyendo El Sol o El Comercio, el lustrabotas apurando el trapo antes que se precipite la lluvia, la vendedora de tamales del portal Belén deshaciendo la panca y soplando fuerte para que no le queme las manos, el fotógrafo minutero ajustando su cámara de fuelle sobre el trípode de madera y acomodando al paisano para la foto de estilo. Allí también se hallaba el chico esperando a la enamorada que tardaba en llegar, la vendedora de chutas que nunca encontraba sencillo en el bolso para dar el vuelto, la amable señora de la Calle del Medio ofreciendo los deliciosos quesos paria, el vendedor de la lotería del Cusco insistiendo que le compren el último huachito y la turista extraviada esperando que alguien le haga conocer la ciudad de día, y también de noche.

Según comentaban mis suegros José Pérez y Justina Beltrán, antiguamente el primer toque de la María Angola era a las cuatro de la mañana, llamando a la primera misa que una hora después se celebraba en la Catedral, a las diez era el toque canónico, a las doce les recordaba a los cusqueños que era momento de almorzar, a las 6 de la tarde anunciaba la hora del ángelus y a las 9 de la noche era el toque de la última oración y del descanso.

La María Angola nunca estuvo sola, la acompañan otras campanas menores y todas tienen nombres: San Pedro, San Pablo, Santa Bárbara, Santiago, San Bernardo, Catalina de Siena y la Concepción de nuestra Señora.

Casi todos los días, yo y mis amigos nos reuníamos en este magnético lugar. ¡Qué maravilla de plaza!, de rumores y bullicio. Aquí nada se escondía. Era el cordel donde se venteaban los trapitos al sol de las buenas y las malas noticias. Aquí se sabía de qué pie cojeaba el amigo y qué funcionario público tenía el rabo de paja. En esta plaza se conocía quién fue el valiente que le robó los huevos al águila.

Y, lo más sorprendente, aquí se sintió con más fuerza la onda expansiva de la nueva ola que explotó en los EEUU y otros países de Europa. Eran los años en que empezaron a circular los carros de los primeros nuevaoleros cusqueños que tiraban pana delante de las chicas que salían de los Colegios María Auxiliadora y Santa Ana. Algunos en los coches de sus viejos y otros en sus propios cacharros.

Propios o prestados, allí estaban el VW modelo combi del 65 de Peter North, el Ford Taunnus de dos puertas de Pepe Teves, el Malibú amarillo con negro del Chueco Fernández, el Studebaker 65 color blanco y equipado con un motor V-8 de Pancho Arenas, el viejo Jeep de Augusto Yépez, el Toyota de Darío Tristán, el Corvair de Juan Núñez del Prado, la camioneta VW de Edmundo Montesinos, que a veces la manejaba Wilbert Pizarro, el auto Rambler Coupé de Carlos Kalafatovich y la camioneta Toyota stout crema de su hermano Norman, el carro que se lavaba solo cuando le caía la lluvia porque su dueño “amaba a su tierra” y no permitía que nada ni nadie se la quite. Sin embargo, él sí que andaba impecable, con sus camisas bien planchadas, los pantalones con línea y zapatos de gamuza, cuidándolos siempre que no los vayan a pisar los envidiosos.

Otro carro que circulaba alrededor de esta maravillosa plaza era el Mini Minor de Gabino Ugarte, que se lo sacó en un sorteo y luego lo vendió a Carlos Abarca.

Las damas tampoco se quedaban atrás. Varias de ellas, como las hermanas Jiménez y las chicas Astete, tenían la costumbre de darse una vueltecita por acá y otra vueltecita por allá, al volante de sus coches.

Esa misma escena se repetía en la tarde, parecía una copia exacta de lo que ocurría al medio día, porque allí estaban los mismos chicos mirando a las mismas chicas y los mismos carros dando vueltas por las mismas calles, mientras las alumnas del colegio María Auxiliadora bajaban por la Cuesta del Almirante con sus uniformes color azul, y corbata blanca con puntitos azules y las chicas del Santa Ana se aparecían por Santa Catalina Angosta.

Hasta que un día se apareció Raúl Delgado de la Flor con su Mustang del año, el primero que llegó al Cusco, después fue el de Edwin Botter, ¡Mama mía! qué carros. Ahí sí que se alborotó el gallinero. Sin embargo, las chicas no se fijaban mucho en sus conductores porque ya no eran tan pollos y, además, sabían que uno de ellos le corría al matrimonio y el otro ya estaba casado con la dueña de la granja.

A esa misma hora y en la misma plaza, también hacían su aparición los chicos de las motos, entre ellos Herbert Barclay, Henry Aragón, Héctor Bermúdes, y Raùl Huambo. “El bacalo”, apodo con el que más se le conocía a este brillante y joven ingeniero, mi gran amigo, fallecido lamentablemente cuando empezaba a trabajar en una mina del centro del Perú. Raúl andaba siempe con Edgar Andìa, Héctor Somocurcio y Fredy Dìaz.

A todos estos motociclistas les gustaba vestir con casacas negras de cuero, al estilo de Marlon Brando en el filme El Salvaje, que tanto impactó en la juventud. Parecían los pavos reales de la avícola, como si estuvieran sobre poderosas Harley Davidson, con el certificado de calidad de The European Quality A.W.A.R.D. fabulosas motos que William Harley y Arthur Davidson crearon en Milwaukee (EEUU) en 1901.

En medio de ese rugido de motores, recuerdo que un día se apareció Neto Olazo, a pie, porque él no necesitaba de carro ni moto para tener jale con las chicas, tarareando una canción de Los Chalchaleros y nos dijo…

– Que Nueva Ola, ni qué Nueva Ola, ¡música de Los Chalchaleros, señores! –

Por supuesto que lo decía de boca para afuera, porque él también era un fanático del rock.

Eran los tiempos en que las chicas tenían formas anatómicas espectaculares sin necesidad de quemar grasas en los gimnasios ni matarse de hambre haciendo dietas extremas. Para tener buen físico les bastaba con caminar todos los días de sus casas a sus centros de estudios o al trabajo y los fines de semana bailar hasta decir basta los nuevos ritmos de la nueva Ola.

Los estudiantes universitarios y algunos profesionales jóvenes, entre los que se hallaban los hermanos Darío y Nimio Tristán y Dieter Gerlach, almorzábamos en el restaurante de la señora Hilda Rodríguez de Chávez, hermana del General Leonidas Rodrígez Figueroa, ubicado en la avenida Sol. Luego de la merienda o de «mofear» como decían los hermanos Tristán, teníamos por costumbre salir a dar unas vueltas en carro, por su puesto que oyendo radio La Hora.

“Cuéntame, cómo te ha ido
en tu viajar por ese mundo de amor.
Volverás…Y aquel día, nada tenía
y tú te fuiste de mí…
Háblame de lo que has encontrado
en tu largo caminar…
Cuéntame cómo te ha ido
si has conocido la felicidad…”

Al escuchar este tema, los hermanos Tristán, se ponían más tristones porque en ese tiempo andaban enamorados de Gretel y Marcela, sus actuales esposas.

Es precisamente en ese ambiente de bohemia y rock que existía en el Cusco, un grupo de jóvenes decidimos formar la ACC, una agrupación que no era precisamente el Automóvil Club del Cusco, que también se identificaba con la misma sigla, sino una especie de logia que veneraba la música de la nueva ola, en una época en que el Gobierno Revolucionario había restringido la difusión del rock por radio.

Yo era el encargado de hacer las citaciones para nuestras reuniones a través de mi programa de radio y mi columna de trascendidos sociales que se publicaba en el diario El Sol, sin decir por supuesto el nombre del local, ni la hora, porque ya todos lo sabíamos.

Cuando el aviso se lanzaba al aire, muchos de los directivos del Automóvil Club del Cusco se iban al Club Internacional, lugar donde se reunían, pensando que se trataba de una sesión de su institución. Y claro, al darse cuenta de la confusión, no dejaban de mostrar sus caras largas y algunos hasta me llamaban por teléfono para darme a conocer su malestar.

–Si no es el Aumóvil Club del Cusco entonces ¿Qué mierda es el ACC? preguntaban y colgaban.

Los oyentes, especialmente las chicas también querían saber qué era el ACC. Llamaban a la radio y me exigían que les revele el significado de esas tres misteriosas letras. Salvo los socios, nadie sabía qué se ocultaba detrás de aquella sigla. No podíamos revelar el secreto por estar impedidos bajo juramento. Y lo cumplíamos. En eso éramos más reservados que los masones.

Cuando en una oportunidad algunos chicos y chicas me exigieron decirles la verdad porque me habían acorralado al haber perdido una apuesta, salí del apuro pidiéndoles que adivinen. ¡Mama mía! Me hice pesar haberlos retado porque comenzaron a especular con algunas frases subidas de tono como: Amigos con Cojones, Asociación de Cirios del Cusco, Alianza Contra la Cutra Asociación de Cacheros Cusco, Auténticos Caraduras del Cusco, etc. Y claro, ninguno dio en el clavo.

Contrariamente a lo que seguramente muchos pensaban, nos reuníamos solo para rendirse culto a la música, a la vida y al amor. Por eso, para ser socio era requisito indispensable que el postulante tenga enamorada o por lo menos esté perdidamente enamorado de una chica, no de otro chico, que pudo haber pasado, pero felizmente que no se dio el caso porque no seríamos muchos pero si bien machos. Tampoco éramos hippies, como se creía, aunque en algunas cosas nos parecíamos, pero no fumábamos marihuana ni consumíamos droga. ¡Increíble! Éramos zanahorias en una ciudad donde abundaba la yerba.

Para acceder a la presidencia, el socio tenía que tener la correa bien ancha y una personalidad a prueba de fuego, porque sus compañeros éramos capaces hasta de poner en duda la fidelidad de su enamorada, solo para saber si tenía o no la ecuanimidad necesaria para dirigir al grupo.

Nuestras reuniones las hacíamos en el bar Pompilla, ubicado en el barrio de Zarumilla, y generalmente a la hora de las brujas, para que nadie sepa que allí se cantaba rock, la música prohibida por la dictadura.

Escogimos este local por su discreción y porque sus paredes estaban pintadas con colores sicodélicos, fuertes y brillantes, es decir a tono con la nueva ola.

Nos sentábamos alrededor de una mesa de madera repujada por las quemaduras de cigarrillos, donde estaban escritos los nombres de chicos y chicas, dentro de corazones atravesados por una flecha.

Las reuniones las empezábamos cantando baladas de los sesenta y las terminábamos con el rock puro, que recién entraba. Se bebía tragos fuertes de todos los colores y sabores, servidos en una cornucopia, símbolo del ACC. Y luego brindábamos por la vida y el amor.

Lo que sí puedo revelar es la lista de los socios fundadores, todos excelentes muchachos de la década de los sesenta y hoy convertidos en su mayoría en orgullosos abuelos: Los hermanos Alfredo y Julio Dubois, Pocho Palacios, Roby Garmendia, Norman Kalafatovich, Juan Salazar, Wilbert Pizarro, el flaco Vergara, el maestrito Carlos Pérez, los hermanos Coco y Nano Nadal, Augusto Yépez, Edmundo Montesinos, los hermanos Ramiro, Boris Aparicio y yo.

Las sesiones menos importantes se hacían en el Tacuchi, un huarique ubicado en San Agustín, cuya especialidad era un trago bautizado con el mismo nombre del local. Cuando las reuniones eran de amanecida, terminábamos en la sandwichería Huayllapuma, de la calle Plateros, porque era uno de los pocos lugares donde se podía saborear a esa hora un buen queso e’chancho.

En honor de la verdad, estas reuniones no eran más que un pretexto para juntarnos, fortalecer nuestros lazos de amistad, hacer bohemia, disfrutar de las espectaculares noches cusqueñas, rendirle culto a la nueva ola y a veces terminar al pie de la ventana de alguna chica a la que pretendíamos o de lo contrario alguno de nosotros había roto palitos con ella y todos, unidos en el dolor, teníamos que pedirle perdón con una serenata.

Esta es pues la verdadera historia del ACC y lo hermoso es que hoy seguimos manteniendo esa linda amistad que ojala perdure por siempre.

Una respuesta to “ACC : Amigos de siempre.”

  1. wilbert pizarro unda Says:

    Herberth. veo que tu vena literaria cada vez está mejor, te felicito. Unos alcances complementarios. El ACC tenía reuniones en cada cumpleaños de sus integrantes. La Reunión se iniciaba en la casa del «cumpleañero» y se continuaba en el Pompis u otros locales. Cuando no había plata, en la camioneta de Norman…¡Qué días aquellos!
    Como presidente generalmente era elegido el chico cuya enamorada había hecho los méritos necesarios. Ahh, felizmente nunca fuí presidente.

    Un Abrazo

Deja un comentario