Aventura en Huancarama

Huancarama es un pintoresco lugar rodeado de cerros, quebradas y campos de cultivo que se extienden como sábanas verdes en las entrañas de la Región Apurímac. Su clima es templado y su cielo siempre azul y donde la llegada del telégrafo constituyó un hecho histórico que fue celebrado con bombos y platillos. Claro, como siempre no faltaron algunos inconformes que se opusieron porque los cables cruzaban sus terrenos o se sujetaban de soportes colocados en las paredes de sus casas. Pero, cuando les explicaron que por esos alambres se podía enviar mensajes a lugares muy distantes y ellos serían los más beneficiados, su colaboración fue unánime.

Las primeras oficinas de este revolucionario servicio estaban ubicadas en una esquina de la plaza de Armas, cerca de la casa de mi abuela por línea paterna, Ana Hurtado. Allí laboraba como telegrafista un viejo amigo de mi familia, don Avelino Abuhadba. Y, gracias a él, pude conocer el funcionamiento de este novedoso aparato porque, cada vez que llegaba de vacaciones de Abancay, donde vivía con mi madre luego del fallecimiento de mi padre, lo primero que hacía era visitarlo a tan gentil hombre.

–Esta es la leva (palanca) del emisor – Me explicaba – Sirve para pulsar las señales eléctricas y convertirlas en alfabeto Morse. Cada localidad tiene un horario para recibir y enviar mensajes, sin embargo, el receptor debe estar encendido todo el tiempo por sí acaso ocurra una emergencia. Y este es el puntero, controlado por un pequeño dispositivo electromagnético para dibujar los puntos y rayas en esta cinta de papel que gira sobre este cilindro.

Mis vacaciones en Huancarama siempre fueron maravillosas y muy emocionantes, como aquellas aventuras que los niños las leíamos en los comics, porque me hacían viajar por un mundo de ilusiones que se confundían con la realidad. Claro, a esa edad es fantasía ¿Quién no jugaba emulando a los héroes de las revistas? ¿Quién no fingió ser Tarzán, para luchar contra una feroz almohada? ¿Quién no se hizo una máscara de cartulina para parecerse al Zorro y salvar a nuestra compañera de clase en el jardín de la infancia? ¿Quien no agarró una escoba para cabalgar como el llanero solitario por todos los rincones de la casa, disparando con el dedo índice, antes que lo haga el bandido? Felizmente que eran pocos los niños que se ponían la toalla como capa para emular a Superman porque, seguramente, en sus primeros intentos de querer volar se fueron de bruces contra el suelo.

A mi particularmente me encantaba jugar a las coboyadas, emulando a los héroes del viejo Oeste norteamericano, montado sobre una briosa escoba y cabalgando por los más recónditos confines de mi casa. Hasta que me convertí en un adolescente y me aburrí de parecerme a una bruja, montando siempre la misma escoba. Sin embargo, soñaba con tener mi propio caballo para convertirme en un auténtico vaquero.

Hasta que mis sueños, de cambiar la escoba por un caballo de verdad, se cumplieron cuando mi abuela me obsequió un hermoso equino pinto, como el que tenía Tonto, el compañero inseparable del Llanero Solitario. Y quienes se encargaron de enseñarme a cabalgar fueron mis primos Diómedes y Julio Peña, excelentes jinetes que nada tenían que envidiar a Jhon Wayne y Gregory Peck en sus primeras películas en blanco y negro que se proyectaban en el cine Municipal de Abancay aunque, en realidad, eran los dobles los héroes anónimos que hacían malabares sobre el caballo y no los actores principales.

Julio y Diómedes, montados en briosos corceles, y yo en mi pinto, cabalgábamos por los estrechos caminos de Masingará, Pichuipata y Pacobamba. Una vez llegamos hasta Pasaje, la tierra del mango. Estoy seguro que si Dios hubiera creado al hombre en Pasaje, seguramente que Eva lo hubiera tentado a Adán con un mango y no con una manzana.

En Ausampata, el punto más alto de la travesía, en medio de una densa neblina y un viento helado que peinaba la crin de mi caballo, se podía ver otro paraíso terrenal: Pacobamba. Desde allí también se observaba la parte posterior del Ampay, el nevado que llena de orgullo a los abanquinos, igual que el Misti a los arequipeños, en cuyas faldas se recuesta la ciudad. Y mientras íbamos trotando, veíamos sorprendidos el Usno de Curamba en Kiswará, el paisaje de Ccerabamba, el maravilloso bosque en forma de corazón, la catarata de Pacchani y el bosque seco de Pomachaca.

Al otro lado estaba el bosque de cala−uncas, en Pilcomarca, donde lo que más me llamó la atención fue la cantidad de especies de mariposas que revoloteaban alrededor de las flores, mientras los ukumaris (osos andinos) merodeaban entre los matorrales, mirándonos con cierta desconfianza.

En esa época, ser dueño de un caballo era como tener hoy un carro último modelo. Al menos los jóvenes lo sentíamos así. Y qué mejor si era de raza como los que tenían don Julio Velarde, Emilio Samanéz, Julián Peña, Máximo Salazar, Raúl Agüero, David Altamirano, este último, propietario de la hacienda La Andina y Edgar Altamirano dueño de la hacienda Huascatay. Sus caballos eran tan finos como los carros Mercedes Benz o Roll Royce.

Las damas también viajaban a caballo porque en esa época no habían carros ni muchas carreteras. Lo hacían montando de costado y en sillas especiales. Una de esas intrépidas amazonas era mi tía Dora Castro, profesora de la única escuela que había en Arcahua, una comunidad de muy pocos habitantes hasta donde solo se podía llegar a pie o en acémila.

Y mientras mis primos y yo viajábamos por aquellos paradisíacos lugares, a mi costado iba Nerón, un hermoso perro que mi abuela me obligó llevarlo. Esa era la condición que me puso para darme permiso porque sabía de su entrañable fidelidad y sobre todo de su gran capacidad de orientación. Parecía tranquilo pero en realidad era de temer. Por eso la mayor parte del día lo mantenían amarrado. Mi abuela no quería que salga de la casa para que no asuste a los transeúntes. Sin embargo, a mí sí me permitía sacarlo de paseo. Lo hacía generalmente en las mañanas, después de darle con mucho disimulo una parte de mi desayuno para que mi abuela no se diera cuenta. Y luego lo liberaba de sus ataduras para que pueda correr a sus anchas.

Cómo me encantaba verlo saltar cada vez que le arrojaba las bolitas que hacía con la miga de pan. Si lograba cogerlas al vuelo, lo premiaba con un buen bocado y una caricia en la cabeza y Nerón me agradecía lamiéndome la mano.

Una mañana, apenas me desperté, como de costumbre bajé al comedor para tomar el desayuno con mi abuela pero, ¡que raro!, ella no estaba. Pensando que aún no había retornado de misa me puse a jugar con Nerón. Hasta que la empleada me dijo que mi abuela había salido de madrugada a Pichuipata, llevándose mi caballo pinto, para supervisar el escarbe de papa en sus chacras.

A propósito, esta tarea, más que un trabajo parecía una fiesta, donde hombres y mujeres se divertían extrayendo el tubérculo sagrado de los incas de las entrañas de la tierra, en medio de cánticos, bromas y risas. Y antes que terminaba la tarde patrones y trabajadores celebraban el fin de la jornada comiendo picantes preparados a base del producto que cosechaban y bebiendo aguardiente de caña y chicha, de manera generosa.

–Tu abuela me ha recomendado que, mientras dure su ausencia, no te permita salir a jugar con tus amigos – Me advirtió la empleada.

Pero como yo no estaba acostumbrado a quedarme solo, hice llamar a mis amigos, quienes no tardaron en llegar. El primer día nos divertimos hasta decir basta pero, al día siguiente, sus padres, que también tenían que irse a otro escarbe, se los llevaron. Fue cuando decidí ir tras de mi abuela para saber cómo era aquello que todos llamaban «el escarbe».

En la madrugada, salí de puntillas de mi habitación pra evitar que la empleada no se diera cuenta, sin embargo, Nerón empezó a inquietarse y empezó a moverse de un lado a otro. Para evitar que ladre, me acerqué y le di un pedazo de pan mientras le acariciaba la cabeza.

Inmediatamente después, armado de valor, con mi honda al cuello y algunas piedras que guardé en mis bolsillos, por sí acaso las pudiera necesitar, salí de la casa.

El cielo ya clareaba y una brisa helada corría por los portales de la plaza de Armas. Uno que otro transeúnte se dirigía rumbo al campo para iniciar sus labores agrícolas y algunas «mamachas» envueltas en sus mantones subían las escalinatas del atrio de la iglesia para no perderse la misa de seis. Al verlas me acordé de mi tía Rosario de Salazar, quien también tenía por costumbre asistir todos los domingos a la misa de las nueve, acompañada de sus once hijos: cinco varones y seis mujeres. Y todos muy bien vestidos, bien peinados y con los zapatos bien lustrados.

Desde Sonabamba, donde tenían una hermosa casa, salían en fila. No lo hacían a caballo seguramente para que la gente no piense que era un regimiento de caballería que quería tomar la plaza.

El primer día del mes de enero, ella y sus once hijos, tampoco faltaban a la procesión del Niño Jesús donde, casi siempre, alguno de ellos tenía que declamar la poesía «Niño Jesús, divino tesoro…» Y, apenas terminaban de actuar los hermanitos Salazar, los negrillos empezaban con sus maravillosas danzas, acompañados por un conjunto típico.

La primera parada que hice en mi viaje a Pichuipata fue en el ovalo de Tunyabamba, un lugar pintoresco y tradicional donde la gente acostumbraba esperar a sus familiares y amigos que llegaban al pueblo, luego de un agotador viaje a caballo. Allí también estaban los allegados de los viajeros que se iban, despidiéndolos y dándoles los últimos encargos para sus hijos que estudiaban en Abancay.

Las encomiendas, que a última hora les endilgaban, contenían cancha, cachicurpas y la exquisita mantequilla de La Florida, cuya calidad era innegable.

–Compadre Lucas, ¿podría hacerme el favorcito de llevar este encarguito? Es para su ahijado Aurelio que estudia en el Colegio Miguel Grau. Y este pedacito de cancacho es para usted…disculpe la pequeñez.

No se si esto último lo decía por humildad o en son de burla, porque yo veía que le alcanzaba casi medio cordero asado.

−Comadre, con tanta encomienda que llevo las alforjas ya no dan para más.

–No sea exagerado compadre. Según vaya avanzando la carga se irá aligerando. Estoy segura que las botellas con agua espirituosa que lleva para el camino, con tanto frío, poco a poco las irá rebajando.

Unos metros antes del Ovalo vivía mi bisabuela Casimira, con quien me encantaba conversar porque siempre tenía una historia que contar. Y como yo quería despejar algunas dudas sobre la ruta que debía tomar, decidí entrar a saludarla. La anciana escuchó mis planes con mucha atención. Al principio se sorprendió por mi temeridad, pero comprendiendo mi espíritu aventurero no le quedó otra cosa que darme sus bendiciones. Y sin dejar de recomendarme que ponga mucho ojo en el camino, me entregó una bolsa con golosinas y otra con frutas.

Casimira, era una mujer noble, amorosa y muy trabajadora. Sus cabellos canos y las arrugas de su rostro eran una muestra de su gran longevidad. Era una de las pocas ancianas que aún vivía para contar la historia de su pueblo. Se sabía al dedillo los nombres de las primeras familias que se habían asentado en aquella bella campiña, los nombres de los lugares y sobre todo las fechas de los cumpleaños de todos los vecinos y de las fiestas del pueblo. Seguía con interés las celebraciones patronales y exigía que estas se festejen de acuerdo a las tradiciones religiosas. Vivía muy cerca de la casa de su hijo Miguel Hurtado, casado con Hermelinda, una dama igualmente amorosa.

Claro, ellos ni cuenta se dieron de mi presencia, ya que en ese momento se hallaban tomando el desayuno en compañía de sus hijos, que no eran pocos, algunos de ellos como Lilia y Mario habían llegado recién de Andahuaylas donde estudiaban. Fredy y Nancy estudiaban en Abancay. Ni cuenta se dieron de mi presencia porque estaban distraídos oyendo la radio a todo volumen. El receptor era tan grande como una rocola, y tan potente que se oía a varias cuadras a la redonda.

Preferí pasar desapercibido para no despertar sospechas a pesar que el olorcito a leche quemada, que me llegaba a las narices, me abrió el apetito. El desayuno que acostumbraba preparar la tía Hermelinda era realmente excelente, consistía en un tazón de café con leche, un plato de nata, una canastilla repleta de exquisitos panes recién salidos del horno de propiedad de mi tía Victoria de Peña que se untaban generosamente con la deliciosa mantequilla de La Florida. Era un desayuno muy parecido al que se tomaba en la casa de mi abuela y en el hogar de la familia Salazar-Castro.

Durante varias horas caminé sin parar, preguntando a los viajeros que se me cruzaban por dónde era la mejor ruta para Pichuipata. Muchos sonreían por mi audacia y me indicaban el camino correcto, otros me desalentaban diciéndome que mejor sería me regrese porque, para un niño de mi edad, aquel viaje era muy peligroso.

Entretanto, en la casa de mi abuela, al notar mi ausencia la empleada armó un alboroto de padre y señor mío. Desesperada llamó a los familiares más cercanos para darles la mala noticia de mi desaparición. Inmediatamente comenzaron a buscarme en las casas de los parientes más cercanos. Algunos se dirigieron al estadio de Masingará pensando que me había ido a jugar con mis amigos en los alrededores del puquial. Otros, se fueron a la Florida, desde donde me encantaba contemplar el valle.

–Don Máximo, le cuento que no está por ningún lado. Seguramente que agobiado por la soledad, ha decidido retornar a Abancay para reencontrarse con su madre y hermanos.

–No lo creo. Sin embargo, por precaución, he dispuesto cerrar los controles de carros y vigilar las salidas.

Quien hablaba era el oficial de la GC Máximo Salazar, esposo de mi tía Rosario. En su casa no dejaba de escuchar las noticias en un radio Philips que lo había comprado a plazos en la tienda del turco Atala en Abancay, el mismo aparato donde su hijo Machi oía los partidos que transmitía Oscar Artacho, con tal realismo que le hacía imaginar cómo eran las jugadas, para ponerlas en práctica en el campo.

Con el tiempo, Machi llegó a ser un excelente centro foard en el Miguel Grau de Abancay. Jugó también por el Peñarol y el 8 de octubre. Los viejos hinchas aún recuerdan con orgullo el día que campeonó con el Universitario del Cusco, el año 57.

Asimismo integró las selecciones de Abancay y Apurímac. Hasta que en el encuentro contra la selección de Ayacucho sufrió un derrame sinovial y no pudo integrar el equipo que viajó a la final de Lima donde la selección de Apurímac fue derrotada por un gol a cero contra Cerro de Pasco, en partido jugado de noche en el estadio Nacional, perdiendo la clasificación.

En la casa, Nerón estaba inquieto por el barullo que armaban los familiares. Desesperado arrancó la cuerda y huyó a la calle sin que nadie se diera cuenta.

En las alturas, yo seguía viajando sin saber si me hallaba en el camino correcto porque, con tantos atajos parecidos, estaba confundido.

La luz del día empezaba a debilitarse y eso me puso los nervios en punta, peor aún con los primeros truenos y relámpagos que empezaron a alterar el cielo porque era el anuncio de una torrencial lluvia. Esto me obligó a buscar un refugio.

Luego de caminar cerca de un kilómetro por fin hallé una pequeña cueva y, sin pensarlo dos veces, entré. En el interior todo era silencio, no se escuchaba otro sonido que no sea el chasquido de la lluvia, y de rato en rato el rugido de un trueno que me hacía temblar. La tormenta era tan fuerte que hasta las aves silvestres, los insectos y los animales salvajes, empezaron a buscar un lugar donde guarecerse, entre ellos los zorros. Y, precisamente ahí estaba uno, retornando a su cueva. Al notar que había sido invadida por un extraño empezó a gruñir con furia. Cuando me di cuenta de su presencia casi muero por el susto. Ya era tarde para escapar. El animal reclamaba lo suyo mostrándome sus filudos dientes.

Con la cabeza gacha y las orejas tiesas, el feroz animal se apoderó de la entrada, estudiando cómo atacarme para recuperar su guarida.

De rato en rato, se encrespaba mirándome fijamente. Fue cuando recordé que tenía mi honda alrededor de mi cuello y en forma disimulada extraje de mis bolsillos una de las piedras que tenía en mis bolsillos y disparé a la cabeza del animal. Los primeros impactos lo hicieron retroceder pero, luego, la fiera nuevamente comenzó a avanzar a paso lento, como midiendo mi capacidad defensiva.

Para atemorizarme me mostraba sus fauces y sus filudos dientes.

Disparé una vez más mi honda haciendo impacto en el hocico del animal. Inmediatamente busqué otra piedra en mis bolsillos, fue cuando me di cuenta que las municiones se habían agotado. La fiera, al parecer, también, por eso comenzó a retroceder unos pasos para dar el salto final.

Y en momentos que estuvo flexionando las patas para impulsarse y lanzarse sobre mí, se apareció Nerón y se le prendió del cuello, haciéndolo rodar por los suelos. Sudoroso y jadeando por el cansancio, pero con las suficientes fuerzas para defenderme, el perro se trabó en encarnizada lucha con el zorro que se defendía mordiéndole las patas, pero Nerón, como anestesiado por la ira no sentía ningún dolor. Al contrario, con inteligencia se prendió del cuello del zorro y le clavó sus dientes en la yugular. Y con las últimas fuerzas que le quedaban apretó su mandíbula más y más hasta que el zorro ya no pudo moverse. Lo había derrotado.

Empapado en lágrimas por la emoción recién pude acercarme a Nerón para abrazarlo y cubrir sus heridas con hierbas.

Seguía lloviendo a cántaros. Las sombras de la noche hacían imposible ver el camino. A tientas, busqué unas ramas y piedras para asegurar la puerta de la cueva y echarme a descansar al lado de mi fiel amigo.

Al amanecer, salimos de la cueva para continuar viaje a Pichuipata, lugar donde se hallaba mi abuela. Ahora sí, con la orientación de Nerón, la travesía fue más rápida.

Al vernos a lo lejos, mi abuela no lo podía creer. Hasta pensó que era una alucinación porque, coincidentemente, durante la noche había soñado conmigo y se despertó varias veces pensando que algo grave me estaba ocurriendo. Estaba arrepentida de haberme dejado.

– Lo hice para evitarte las incomodidades – Me dijo mientras me abrazaba.

El encuentro fue muy emotivo, de lágrimas abrazos y reproches. Y lo primero que le pedí fue algo de comer porque el hambre me apretaba el estómago, seguramente más por la angustia que por falta de alimento. Entretanto, uno de los peones trajo unas hojas silvestres que lo molió con un poco de manteca y se lo untó a las heridas de Nerón y luego las cubrió con hojas de llantén. Yo, que me hallaba muy cansado, me metí en la chucclla que los peones habían construido para que se aloje mi abuela y me quedé dormido como una marmota hasta el día siguiente.

9 respuestas to “Aventura en Huancarama”

  1. Machi Salazar Castro Says:

    Herberth: Al leer la historia que escribiste con el título de Nerón, me has obligado voluntaria o involuntariamente a retornar a la bella Huancarama donde pasamos los mejores años de nuestra bella infancia.
    A nombre de mi familia,recibe un abrazo cariñoso. Felicitaciones por esa cualidad de gran escritor y sigue produciendo más obras para la alegría de todos.

  2. Giancarlo Salazar Luna Says:

    Sr. Herberth, me encantó su historia sobre Nerón y como relata todos esos recuerdos que tiene de su infancia nombrando a mis abuelos, mis tíos y mi padre sobre situaciones que ellos vivieron y que yo también he escuchado de boca de ellos, como las poesías que tenían que recitar los 5 hermanos hombres, de la lesión de mi padre antes del viaje a Lima y demás.
    Espero que siga escribiendo estas bonitas historias sobre esa infancia maravillosa que tuvieron en Apurímac.
    Saludos

  3. Abel Hurtado Palomino Says:

    Interesante la historia…Huancarama siempre ha sido un recuerdo maravilloso…de la infancia.

  4. Anny Ruskayra Hurtado Says:

    Huancarama es un lugar donde la gente te aprecia. Subir al korawire es locaso, sobre todo cuando te pierdes en Huanca Huanca, por experiencia propia. Saludos a mis tios, mis abuelo y a ,todos mis familiares. Papi, te extraño.

  5. rainer Says:

    Felicidades Huancarama. Unidos por siempre.

  6. JULIA CAVERO Says:

    Qué hermoso relato de Huancarama, la linda tierra que nos vio nacer. Felicitaciones. Julia Cavero.

  7. Javier Lopez Bernaola Says:

    Huancarama hermosa, siempre te extrañaré, Arcahua donde naci, les cuento que ahora ya tiene pistas, jajaja.

  8. Benedicto Hurtado Says:

    Muy hermoso el relato y las vivencias del Sr. Herberth. Huancarama es un lugar apasible donde yo pasé mi niñez y tengo gratos recuerdos.

  9. luzclarita Says:

    muchos recuerdos de mi tierra huancarama

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