El telegrama

Uno de los científicos más sorprendentes del siglo XVII fue sin duda Samuel Morse, el inventor del telégrafo. Su nombre completo era Samuel Finley Breese Morse, nacido en Charlestown, Massachuset, EEUU, el 27 de abril de 1791 y murió el 2 de abril de 1872 en Nueva York como consecuencia de una pulmonía fulminante.
Morse se inició como estudiante en la academia Phillips de Andover, para luego seguir estudios superiores en la universidad de Yale, donde se graduó. Después de pasar una temporada en Londres se establece en Nueva York donde se ganaba la vida como retratista.
Insatisfecho con su situación económica y profesional, decide regresar a Europa y es cuando se fascina con los descubrimientos del francés André Marie Ampére en el campo de la electricidad y el magnetismo.
En 1835 construye el primer aparato. Tres años más tarde, crea un código para cursar esas señales eléctricas conocido como el Alfabeto Morse, el mismo que consistía en la emisión de una señal corta que el autor lo identificó como “punto” y otra larga como “raya”. En base a estos puntos y rayas formó símbolos y letras.
Diez años después, en 1844, recién pudo ver el fruto de sus experimentos cuando inaugura la primera línea telegráfica de 60 kilómetros, entre Baltimore y Nueva York,. Su invento constituyó uno de los acontecimientos mundiales más importantes del siglo.
La primera vez que yo visité una oficina de correos y telégrafos fue en Abancay cuando aún era un adolescente y recorría la ciudad en mi bicicleta. Y lo que más me impresionó, además del funcionamiento de este extraordinario invento, eran las largas colas que se formaban en las ventanillas de las oficinas de Correos, no sé si porque se puso de moda enviar telegramas o por la lentitud del personal, porque en esa época todo se hacía manualmente y las damas que atendían eran generalmente de la tercera edad, quienes se daban todo el tiempo del mundo para revisar los mensajes, palabra por palabra y no cometer ningún error porque, si se equivocaban, les descontaban del sueldo.
Por un telegrama de diez palabras se pagaba dos soles y por cada palabra adicional se cobraba cincuenta centavos. Por eso todo el mundo se cuidaba de no excederse de las diez palabras.
¡Qué tiempos aquellos!
Las oficinas de correos eran, además, el lugar donde se reunía la gente, el punto de encuentro de los amigos y el sitio donde los enamorados se citaban.
“Nos vemos en el correo”, era la frase que más se pronunciaba en ésa época, seguida de otra “Te espero en el correo”.
Y bien, después de chequear el texto del telegrama y recibir el pago, la dependiente lo enviaba al segundo piso, donde estaban los aparatos telegráficos. Y lo hacían de una forma muy original: Colocaban la orden en una canastilla atada a una cuerda y el telegrafista lo jalaba hasta su oficina.
Uno de los operadores que laboraba en esa época era José Segovia Silva, quien con apenas 18 años llegó de su tierra natal Huarocondo. Cusco, en busca de mejores oportunidades Era un hábil técnico “mil oficios” porque no solo se encargaba del mantenimiento de las líneas de transmisión, sino también de vigilar que los telégrafos funcionen a la perfección, así como del buen estado de las baterías porque en ese tiempo no había servicio de fluido eléctrico todo el día, solo en las noches, a partir de las seis.
En esta bella ciudad de la intimpa y el pisonay conoce a Soledad Berríos, una joven andahuaylina que tuvo el acierto de poner un negocio de venta de lechones en el mercado central y luego una chicharronería, con quien contrae nupcias. Según los clientes, entre ellas las hermanas Chauca, eran los lechones y chicharrones más exquisitos de la ciudad por eso tenía una clientela asegurada. Los esposos Segovía-Berríos llegan a tener 11 hijos.
Al nacer su primer hijo varón, luego de tres niñas, la pareja decide ponerle el nombre del papá y, al concluir la primaria, lo matricularon en el Colegio Industrial donde, con el transcurso del tiempo y seguir estudios superiores en Lima, llegó a ser docente y director. Finalmente Director de Educación en las regiones de Moquegua y Huancavelica.
Cuando José Marciano, aún no había cumplido los doce años, lo acompañaba a su padre, muchas veces a pie, a reparar las líneas del telégrafo que caían a tierra porque jugando los jóvenes rompían los aisladores de vidrio con sus honda, Los viajes a Curahuasi duraban un día y medio. y a Huancarama y Casinchihua una jornada. De esta manera, José Marciano aprendió el oficio de su progenitor y, como jugando, se convirtió en telegrafista, reemplazando muchas veces al padre cada vez que este tenía un compromiso o se encontraba delicado de salud. Meleco y el Chaca Torres, eran los encargados de repartir los telegramas. No les importaba que el destinatario esté en una reunión social, en un velorio, en una sesión de directorio o simplemente durmiendo la siesta, le entregaban el telegrama y le hacían firmar el cargo para evitar los reclamos, anotando la hora, el día, el mes y el año de entrega.
Hubo una época en que Carlos Miranda se desempeñó como Administrador de Correos. Vivía cerca de la oficina y de la botica La Perla, en la calle Lima.
Lucrecia Segovia, hija del telegrafista, también llegó a ocupar el cargo de Jefe de Correos hasta su jubilación. Entre el personal más destacado no se puede olvidar los rostros de Luisa Soria, Guido Ramírez, Edgar Valer, Julio Meléndez, Alejandro Alfaro, Ciro Ascarza, Vima Rojas, Augusto Revollar, Rosalvina Mattos, Modesto Torres Hermoza, Leonor Peralta Coni Tamayo, Manuel López Borja, Mercedes Pérez, Luisa Soria, entre otros que escapan a la memoria. En la oficina de Huancarama estaba un personaje muy respetado y apreciado por la población, Nicolás Abuhadba. En Curahuasi Moisés Ponce y su hijo, y en Amoray, zona que comprendía las jurisdicciones de Casinchihua y Tintay, se hallaba la señora Sihue, madre del destacado periodista Lizandro Boluarte.
En ese tiempo, todavía no había servicio de teléfonos en todas las capitales y la correspondencia llegaba a su destino con un retraso de varios días. Después de los chaskis, en la época de los incas, el telégrafo fue el servicio más veloz. Los diarios llegaban al día siguiente y las revistas Vanidades, La Familia, Selecciones, Variedades, Caretas y Life en español, unas cada quince días y otras cada mes. Las historietas o comics llegaban el día de san blando, que no se sabía cuándo. Por eso los chicos teníamos que estar pendientes, preguntando en la librería Ísmodes y en la peluquería Rivero, si habían llegado Tarzán, Los Halcones Negros, Súperman, El Llanero Solitario y tantos otros comics que nos encandilaban, así como la colección de historietas del Oeste, editadas en minilibros.
Mis padres y mis abuelos tenían la costumbre enviar telegramas con todo motivo, sea para saludar por su cumpleaños a un familiar o a un amigo, para darles el pésame a los deudos de un fallecido, para desearles muchas felicidades a la feliz pareja por el advenimiento del hijo o para avisar que un pariente había llegado «sin novedad», por más que en el viaje haya pasado una y mil peripecias, como consecuencia de las interrupciones de las carreteras por las torrenciales lluvias o porque simplemente se malograba el ómnibus de Morales Moralitos o El Aymarino, dos de las empresas más recordadas de la región.
El asunto es que el telegrama estaba de moda y nadie podía vivir sin él, como ahora, que nadie puede vivir sin su celular. Algunos hasta duermen con el aparato encendido. Quitarle el celular a un adolescente hoy, es como enterrarlo vivo porque todo lo maneja con el celular
En mi época de adolescente, pasar un telegrama era una experiencia inolvidable, un rito del cual nadie seguramente puede olvidar, igual que aquella experiencia de mojar las estampillas con la lengua para pegarlas en las cartas de amor, hasta que se descubrió que la goma era tóxica y se puso de moda las almohadillas húmedas que se colocaban en las oficinas de correos.
Al mismo tiempo, surgió otro pasatiempo inolvidable, coleccionar estampillas. No era para menos porque aparecieron unas estampillas realmente bellas. Quién no deseaba que le escriban desde el extranjero no tanto por saber novedades sino por tener las estampillas más raras y bonitas.
Y los textos de los telegramas tampoco dejaban de ser ocurrentes:
-Queridos papás me encuentro acatarrado favor enviar dinero, abrazos Lucho”
-Sorpresa – mañana llego esa – favor preparar cama dos plazas y cuna – Martha
-Querida amiga Inés lamento deceso tu esposo – Pronto viajaré esa – darte consuelo en persona – abrazos – Genaro.
Tanto se puso de moda el telegrama que hasta el compositor argentino Sergio Vega le hizo una canción que Los Santos se encargaron de popularizarla…
Antes de que tus labios me confirmaran
que me querías
¡Ya lo sabía!
¡Ya lo Sabía!
Porque con la mirada tú me pusiste
un telegrama
que me decía..
Destino…Corazón
Domicilio… Cerca Del Cielo
Remitente: Un Loco
Texto: Te Quiero Te Quiero!!
Por las oficinas de telégrafos de Abancay pasaron varios telegrafistas. Uno de ellos era el papá de un amigo mío, por eso tenía cierta facilidad para ingresar a las instalaciones. Y, precisamente un día que lo visitamos llegó un mensaje del Ministerio del Interior dirigido al Prefecto, con la orden de apresar a un grupo de estudiantes que habían participado en una protesta callejera en contra del régimen dictatorial del General Odría.
En la lista figuraban los nombres de varios jóvenes entre ellos los de mis tíos Hernán Infantas y Juan Méndez Osborn y de su amigo Hermógenes Casaverde Río.
En vista que por ley el telegrafista estaba prohibido de dar a conocer el texto de los mensajes. Si lo hacía, podía ser castigado hasta con la destitución del cargo y pena de cárcel, en un principio no quiso revelarnos los nombres de los estudiantes pedidos, pero, como él tampoco simpatizaba con la dictadura, finalmente nos pidió que fuéramos a alertarlos.
– ¡Salgan rápido! Yo me encargaré que el telegrama sea entregado con retraso. Nos ordenó.
Agitados y sudorosos llegamos a la casa de mi abuela Adelina, quien, sin perder la calma ni el buen humor, les recomendó a los estudiantes que no salieran del cuarto donde se hallaban estudiando, por ningún motivo, ni así vieran un fantasma.
– Y, si por casualidad llega la policía, se ocultan en la marka (Una especie de falso techo que algunas casas tenían para usarlo como despensa de granos).
En la noche, la abuela urdió un plan para que los tres jóvenes se fueran al Cusco, donde estudiaban la carrera de Derecho en la Universidad San Antonio Abad, haciendo correr la voz que tenía un pedido de carrizos de la CRYF (Corporación de Reconstrucción y Fomento del Cusco) por lo que debía salir al día siguiente un camión de su propiedad, cargado de este material muy preciado en la construcción de viviendas.
Coincidentemente, el vehículo, se lo había comprado unos días antes a don Claudio Carrión, hermano de nuestro vecino Avelino, con un préstamo que le hizo el Banco de Crédito, donde trabajaba mi tío abuelo Abdías Hurtado, pero la transferencia de la tarjeta de propiedad aún estaba en trámite.
Al recibir el telegrama, con el deliberado retraso del telegrafista, el prefecto dispuso de inmediato una «operación rastrillo», es decir una búsqueda casa por casa sin mandato judicial, para dar con los implicados en las protestas…
–Disculpe señora, tenemos una orden de registro en su domicilio. ¿Nos permite ingresar? – Le pidieron cortésmente a mi abuela los dos efectivos de la GC que ya se hallaban parados en la puerta.
–Bienvenidos hijos, ¿A quién buscan? Aquí solo estamos mi marido, mi nieto y yo. Si es a mi marido a quien buscan, en estos momentos debe estar recogiendo fruta en la huerta y estoy segura que hasta les regalará una canasta de nísperos del Japón si lo dejan tranquilo. Por lo demás, lo único que harán es perder vuestro valioso tiempo.
En el comedor, el radio funcionaba a todo volumen, que mi abuela lo había encendido para disimular los ruidos que hacían los estudiantes en el dormitorio. En ese momento, el locutor empezó a leer la relación de los simpatizantes apristas con orden de detención. Y, como era de suponer, se escuchó los nombres de mis tíos y de su amigo.
– ¿Escuchó señora? Aquí no estamos por gusto. Su hijo figura en la lista de pedidos.
–Es el colmo, la dictadura no respeta a nadie. Respondió mi abuela, visiblemente mortificada, arriesgándose a que el policía la detenga por referirse al Gobierno.
Apenas los jóvenes universitarios sintieron la conversación de los policías con mi abuela, ni cortos ni perezosos, se ocultaron en la marka, tal como estaba planeado.
Por los nervios sudaban copiosamente, mucho más al escuchar que uno de los uniformados había ingresado al dormitorio donde se puso a revisar las ropas, zapatos y hasta las toallas de los estudiantes.
–Señora, qué coincidencia acá hay tres camas, tres pares de zapatos y tres toallas mojadas.
–Son de mis sobrinos. Siempre vienen a visitarme los fines de semana. Están en la huerta.
–Le quiero recordar que si usted nos está mintiendo se convertirá en cómplice.
–Ay hijos, mentir es pecado y yo no quiero dejar de comulgar este domingo. A propósito ¿No desearían unas obleas con manjar blanco? Acabo de hacerlas. ¡Están… deliciosas!
–Estamos prohibidos, usted sabe, de acuerdo al reglamento…pero, si insiste.
–Qué reglamento, ni qué niño muerto. Pasen al comedor por favor mientras les sirvo un café.
–Gracias señora.
Mientras los policías degustaban las obleas, no dejaban de revisar con la mirada las habitaciones colindantes tratando de encontrar algún indicio que los conduzca a los jóvenes.
Entretanto, en la marka, mis tíos y su amigo no podían ni moverse para evitar hacer algún ruido que los delate. De pronto Hermógenes sintió un agudo dolor en una de sus piernas y entre dientes se lamentó…
– ¡Carajo, es un calambre! Tenía que ser justo en este momento.
Apretó las mandíbulas para que no se le escape un grito, pero no pudo evitar un quejido por el terrible dolor.
– ¿Y ese ruido, qué es? – Preguntó uno de los policías.
–Deben ser los ratones. Siempre están tras los granos – Le respondió la abuela mientras elevaba disimuladamente el volumen del radio.
–Y, ¿De qué lo acusan a mi hijo? Preguntó.
–De haber participado en un mitin contra el régimen y hacer pintas de protesta en las paredes.
–Qué barbaridad. Pero, cómo no van a protestar si la situación está cada día más difícil. Parece que al gobierno se le está escapando las riendas del caballo, porque la plata ya no alcanza para nada.
–Si pues señora, pero…
–A propósito, ¿Ustedes cómo andan con los sueldos?
–Ah, señora mejor no hablemos de eso. Son como para llorar.
–Ustedes deberían ganar bien porque arriesgan vuestras vidas.
–Bueno, se nos hace tarde, le agradecemos por el café y las obleas y disculpe la molestia que le hemos causado. Usted sabe, solo cumplimos órdenes – Le interrumpió uno de ellos pero con tono de arrepentido. Fue cuando el otro uniformado intervino…
–Doña Adelina, hemos visto que están cargando el camión con carrizos. ¿A qué hora es el viaje?
–Aún no lo sé, prefiero que salga antes que caiga un chaparrón y se interrumpa la carretera. Ofrecí entregar la carga a más tardar mañana porque los jefes de la CRYF están al borde de la locura con la reconstrucción del Cusco, después del terremoto.
– ¿Ya tiene la transferencia de la tarjeta de propiedad y el permiso para transportar la mercadería?
–Todavía no se hizo la transferencia de la tarjeta y el permiso recién lo sacaremos mañana en el control policial.
–A eso iba. Por eso le pregunté, Si usted desea nosotros la podemos ayudar. Que el chofer pregunte por el cabo Gutiérrez, él trabaja en la garita de control. De esa manera ya no perderá tiempo con los trámites.
Y así fue. El encargado del control hizo pasar el camión obviando la minuciosa revisión a la que todos los vehículos eran sometidos por el estado de emergencia. De esa manera los universitarios pudieron viajar ocultos debajo de los carrizos.
Sin embargo, mi abuela Adelina no estaba tranquila porque no recibía noticias de su hijo. Al verla muy preocupada, decidí ir a la oficina de correos para suplicarle al telegrafista, padre de mi amigo, que le envíe un telegrama a mi tío. El telegrafista lo hizo de buena gana y hasta con respuesta pagada: “Abuela preocupada tu silencio. Abrazos. tu sobrino”.
La respuesta no tardó en llegar: “Estamos bien. Esperamos mejore situación retornar esa. Tu tío.
Gracias a ese telegrama mi abuela recién pudo dormir tranquila.
No era para menos porque en la época de Odría la persecución a los apristas y simpatizantes de Haya de la Torre era peor que la cacería de brujas que se hizo en Bélgica. Aquello era un juego de niños frente a los excesos que se cometían en nuestro país.
Y claro, yo también me sentí feliz porque era la primera vez en mi vida que había utilizado aquel genial invento de Samuel Morse.

Una respuesta to “El telegrama”

  1. Manuelita David Says:

    Gracias.

Deja un comentario