El hijo del General

EL HIJO DEL GENERAL

En la madrugada de aquel día lunes de una semana de junio, todavía se reflejaban algunas estrellas en el gran espejo de agua de la laguna de Urcos, titilando como si tuvieran frío.
Hermenegildo y su hijo Rubén ya estaban levantados y le daban un último chequeo al viejo Ford del 58, cargarlo de hortalizas y poder salir lo más antes posible para ser los primeros en llegar al mercado de Ccasccaparo del Cusco y conseguir un espacio libre para poder estacionar la camioneta.
–Por favor, vayan con cuidado. Recuerden que hoy lunes hay mucho tráfico – Les recomendó Doña Rosita, esposa de Hermenegildo.
No obstante que Hermenegildo era un viejo zorro de las pistas y conocía la carretera como la palma de su mano, no dejaba de tener los ojos bien abiertos.
–Papá, tengo la impresión que algo le está fallando al carro.
–No creo hijo, nuestra carcocha todavía es fiel al castigo. Por el ronquido del motor me doy cuenta que está como avión. Más problemas me dan los zapatos nuevos de charol que me los puse por insistencia de tu madre. Me están haciendo ver a Judas en calzoncillos. Por mí, hace tiempo que los hubiera arrojado al Vilcanota, pero ella dice que para ir a la ciudad hay que estar siempre bien vestido.
Y mientras el viejo Ford avanzaba, Hermenegildo se puso a cantar Valicha, la hermosa composición de Miguel Angel Hurtado, inspirada en el tórrido romance del profesor de una escuelita fiscal de Acopía (Acomayo) con una jovencita muy agraciada llamada Valeriana Huillca que vivía en la calle Bolívar No 15, cerca de una de las lagunas.
Hermenegildo le contaba a su hijo que la relación entre el profesor y Valeriana, no era bien vista por los padres de la adolescente por la diferencia de edad que había entre ellos. Hasta que un día, para cortar de plano con ese amorío, deciden enviarla al Cusco como empleada doméstica. El profesor, muy dolido, al poco tiempo se fue tras ella y luego de buscarla durante varios días, la encontró y sellaron su unión de manera definitiva.
Con el paso de los años, más que un canto de amor esta canción se convirtió en el segundo himno de los cusqueños.
A la altura de Saylla, las retamas que crecían a ambos lados de la carretera, formaban un hermoso callejón. Las flores resaltaban con las luces del carro, y eso que los faros de la carcocha no eran muy potentes porque los años ya hacían sentir su peso, igual que en la visión del sexagenario.
–A la vuelta le llevaremos a tu madre un ramo de estas flores. No sabes cómo le encantan.
–Con razón le gusta cantar “La flor de retama”.
–Así es, le trae muchos recuerdos. Ella es de Huanta-Ayacucho y me contó que de niña jugaba en medio de los retamales
Al pasar por San Jerónimo, aún no habían salido los rayos del sol y la mañana seguía muy fría, Hermenegildo seguía cantando, esta vez “Por las puras” el Huayno popularizado por los Campesinos, para hacer menos aburrido el viaje.
En San Sebastián, cambiaron de canción…”Adios juventud, vida pasajera, de tanto florecer te vas marchitando…” Y también cambiaron de conversación porque al pasar por este lugar, Hermenegildo se acordó de la fiesta del perachapchi, que se realiza en el mes de enero, en homenaje a San Sebastían y a la fruta de la pera. Por lo general dura tres días, desde el 19 que es la víspera, luego continúa con el día central que es el 20 y termina con el cacharpari o despedida el 23.
La imagen de San Sebastián, es sacada en procesión apoyado en un tronco que lo adornan con ramas de cedro serrano, donde posan dos loros.
Los fieles, acompañan la procesión junto a los Capac Chunchos y sus rivales los Capac Collas, danzando incansablemente. La fiesta no estaría completa si no se saborea el famoso chupe de peras.
–En este lugar conocí a tu madre. Yo tenía dieciocho años y ella dieciséis – Le dijo Hermenegildo a su hijo.
–Papá, esa historia ya la conozco. Mi mamá me la contó miles de veces. Lo que no me dijo es cómo llegaste a conquistarla.
–Fue el 20 de enero, día principal de la fiesta. Éramos cuatro los amigos que llegamos a la plaza. Y cuando recorríamos los puestos de venta, a Roberto se le ocurrió jugar a los empujones. Carlos perdió el equilibrio y se tropezó con una canasta de peras, haciéndola rodar por los suelos.
Por el susto, mis amigos se fueron corriendo y yo me quedé a levantar las peras del piso para evitar que los palomillas se las llevaran sin pagar. Después de acomodarlas en la canasta, me di cuenta que la jovencita que atendía temblaba por el susto, sin saber qué hacer.
–Y seguro que te dio un beso de agradecimiento.
–No, pero me regaló un “pucto” de peras. Tuvo que pasar meses para convencerla que salga conmigo. Mis amigos también estaban interesados en ella. Por eso un día decidimos darle una serenata para cantarle…
“Cuatro somos en tu puerta Y los cuatro te queremos. Escoge pues a uno de ellos para que el resto se vaya…”
–Y te escogió a ti.
–Sí, tuve la suerte que me eligiera. Nos casamos en este templo, pero resolvimos vivir en Urcos, donde ustedes nacieron.
La camioneta siguí avanzando y tomó la recta de la Av. De la Cultura. Al pasar frente a la universidad San Antonio Abad, Hermenegildo volteo la mirada y…de pronto, Rubén pegó un grito, rompiendo el silencio de la madrugada.
– ¡Cuidado Papá!
Hermenegildo giró el volante hacia la izquierda, pero fue tarde, el atado de forraje que, supuestamente, se había caído de algún camión, al menos eso pensó, se hizo añicos en la pista.
No obstante del tremendo susto, el conductor se estacionó a un lado para que Rubén baje a revisar qué había pasado. Por las señales que le hizo se enteró que el carro no tenía ni un solo rasguño. En cambio el forraje estaba desparramado por todas partes.
– Carajo, ¿A quién diablos se le habrá ocurrido dejar este forraje en plena pista? Se preguntó.
Y, cuando Rubén se disponía a subir al vehículo, pegó otro grito.
– ¡Papá!
Al escucharlo, Hermenegildo dejó el timón y bajó de un solo salto.
– ¿Qué pasa hijo?
– ¡Mira!
El cuerpo inerte de un hombre yacía sobre la acera. Los primeros transeúntes de la mañana se arremolinaban tratando de identificar el cadáver. En ese momento llegó la policía,
Tanto los uniformados como el fiscal de turno, coincidieron en señalar a Hermenegildo como el presunto autor del accidente. De nada le valieron sus explicaciones porque nadie le creyó. Poco después, el fiscal procedió con el levantamiento del cadáver y ordenó la detención del conductor y la camioneta fue conducida al depósito. Rubén, por ser menor de edad, fue dejado en libertad y retornó inmediatamente a Urcos llevando la mala noticia.
Su madre, sobreponiéndose al dolor, convocó a sus parientes, vecinos y hasta al cura, para que la ayuden a conseguir la libertad de su esposo pero, lamentablemente, ninguna autoridad los escuchó. Y para colmo, no tenían abogado, por razones económicas.
Los exámenes médicos y el peritaje, determinaron que el Hermenegildo adolecía de una leve miopía, hecho que agravó su situación por lo que el juez ordenó su encierro en la cárcel de La Almudena hasta el día del juicio.
Días antes del accidente, un avión de Faucett aterrizaba en el aeropuerto de Quispiquilla. Como siempre, el fotógrafo Arístides Col, (Le cambiamos de nombre por razones obvias) fue el primero en acercarse al avión, listo para hacer sus primeras tomas. Al parecer le interesaba solo una persona, no obstante que en ese mismo vuelo llegaban conocidas autoridades de la ciudad. Y tan pronto apareció en la escalinata un muchacho acompañado de otro joven, oficiales del ejército los rodearon discretamente y el fotógrafo empezó a quemar toda la película de su cámara, hasta que se los llevaron en una camioneta con lunas oscuras.
Desde la sala de espera, donde yo me hallaba despidiendo a un amigo, observaba los afanes del fotógrafo. Y apenas el avión despegó con mi amigo a bordo, me dirigí hacia la salida…
–Hola, ¿Vas al centro? Si deseas puedo darte un aventón- Me preguntó Arístides.
– ¿Cómo te va, Arístides? Gracias, no voy al Centro sino a la Ciudad Universitaria, donde tengo clases.
– ¡Que coincidencia! Yo también voy por esa zona, si quieres te llevo.
No necesitaba ser un sicólogo para darme cuenta que Arístides me mentía. De eso estaba seguro porque el fotógrafo tenía una doble identidad: Por un lado era reportero gráfico de un matutino local y de un importante diario capitalino y, por otro, actuaba como agente encubierto de la Región Militar. Arístides estaba obligado a proporcionar testimonios fotográficos de todo aquello que les pudiera servir a los servicios de inteligencia.
–Y, ¿qué te trajo al aeropuerto? – Me preguntó a boca de jarro.
–Nada en especial. Vine a despedir a un amigo que se va a Lima. A propósito, te he visto muy ocupado, ¿Quiénes eran las dos personas que llegaron?
– ¿Qué personas? Seguramente turistas.
–Ja ja ja, No te hagas el huevón, A mí no me vengas con ese cuento. Tú no sacas fotos por gusto pero, si quieres guardar el secreto, está bien, tarde o temprano lo sabré.
–Eres un jodido, tienes un olfato de perro. Ha llegado el hijo del General con un amigo. Pero por favor no digas nada de esto. Los jefes no quieren que nadie se entere por razones de seguridad.
–Ya lo imaginaba. Con razón toda la artillería pesada estuvo en el aeropuerto.
–Pero, hermanito, de esto ni una sola palabra porque, como nos vieron salir juntos, van a pensar que yo te pasé el dato.
–Pierde el cuidado.
–Tú no sabes, siempre hay que tener cuidado. No los conoces a estos. Te cuento que ya estoy harto. Quiero salirme de esta vaina.
– ¿Cómo es eso que quieres salir? ¿Eres parte de ellos?
–Disculpa, me equivoqué, quise decir que quiero salir de esta profesión porque es muy peligrosa.
–Como reportero gráfico, tu trabajo es relajado. Mucho más complicado es el periodismo de investigación.
–Tienes razón. Mira hermanito, quiero decirte algo porque te tengo un aprecio especial. Mi encuentro contigo no fue una casualidad, yo lo propicié.
–Arístides, Lo único que has logrado es despertar mi curiosidad. ¿Qué pasa?
–Tú sabes, la calle está muy dura, la fotografía no da para mucho. Un día se apareció en mi estudio un oficial y me planteo el trabajito de proporcionar fotografías de algunos personajes que llegaban al aeropuerto. Me dijo que nadie se daría cuenta por mi condición de reportero gráfico. Pero, al poco tiempo llegó acompañado de un Mayor y me dijeron que querían fotos de mítines y marchas de protesta. La verdad es que esta vaina se está complicando. Mira, me pagan con estos vales de gasolina. Cuando quise salirme, porque esto ya me llegó a la coronilla, me enviaron un mensaje que decía “El que entra solo sale muerto”. Lo dejaron en un sobre de manila debajo de la puerta de mi casa. Tú no sabes cómo me friega esto. Ninguno de los míos sabe.
–Si pues, la cosa es complicada. Lo importante es que te mantengas sereno. Tienes que buscar la forma de zafarte de este lío.
–Gracias. Otro día te busco.
Apenas se despidió Arístides, y mientras tomaba el desayuno en la Universidad, me puse a pensar en todo lo que me había revelado el fotógrafo. De pronto escuché una voz…
– ¡Holaaa! Te paso el dato que la clase no se dictará aquí sino en el Paraninfo. ¡Tienes que apurarte porque se hace tarde!
–Hola Glenda, gracias por el dato. Tenemos tiempo de sobra ¿Por qué no te quedas? Te invito a tomar el desayuno y luego nos vamos en un taxi.
Glenda era una de mis compañeras en la facultad de Derecho. Al día siguiente, cuando me iba a conducir mi programa de radio, los canillitas del diario El Sol, donde también trabajaba, ayudaban a compaginar el periódico en el pasadizo del vetusto local de Mesón de la Estrella.
–Hola amiguito, mira, aquí está lo que escribiste. Ah, si vas a la radio no olvides enviarnos un saludo.
Al revisar la página policial, me llamó la atención ver la fotografía del accidente ocurrido en la avenida de la Cultura. No podía explicarme cómo un carro destartalado como el que conducía Hermenegildo pudo haberse subido a una acera tan alta – Ni volando – Pensé.
En el programa acostumbraba comentar algunas noticias, Y qué mejor ocasión para hablar del accidente. Al final de mi programa, me fui a mis clases en el Paraninfo Universitario. Como de costumbre, al final de la primera hora salí con un grupo de mis compañeros a tomar desayuno en la cafetería Savoy porque era el local más cercano a la facultad de Derecho. Cuando de pronto se me acercó un jovencito…
–Buenos días señor, quisiera hablar con usted.
–Está bien, pero con la condición que no me vuelvas a llamar señor, me haces sentir de más edad. Otra cosa, te pido que me acompañes a tomar el desayuno para hablar más tranquilos porque no dispongo de mucho tiempo. En quince minutos vuelvo a clases.
Mis compañeros ya estaban ubicados en una de las mesas. Vi que había un asiento vacío al costado donde estaba Glenda, Eso me hizo pensar que fue ella quien lo reservó. Le agradecí el gesto con un guiño. Ella se sonrojó. Pero como yo no estaba solo, me tuve que ir a otra mesa.
– ¿Qué deseas servirte…?
– Mi nombre es Rubén. Nada, gracias… ya tomé desayuno.
–No sabes lo que te pierdes. Aquí sirven un desayuno hummm…para qué te cuento. Por la cuenta no te preocupes.
–Lo que usted diga.
–Escucha, si me sigues tratando de usted y yo de tú, jamás nos entenderemos. OK? – Y ahora… ¿dónde andará el mozo?… ¡Agripino!
–Ya voy, ya voy… ¿Lo de siempre?
–Si por favor, supongo que ya te habrás dado cuenta que somos dos.
– ¿Oíste Rubén? Todos me tratan de tú. Esto no es solo contigo.
Y mientras esperábamos el desayuno, café con leche, nata y panes, Rubén me contó la historia del accidente en el que estaba involucrado su padre.
– ¿Y por qué se te ocurrió hablar conmigo?
–Porque todas las mañanas te escucho en la radio. Tú fuiste el único que opinó en el sentido que debía hacerse una investigación más profunda para no cometer el error de condenar a un inocente.
–Está bien, Trataré de ayudarte.
En vista que no disponía de mucho tiempo para investigar el caso, tuve que faltar a algunas clases, por eso no me enteré que, a mitad de semana, mi salón había programado una visita de práctica al penal de La Almudena.
En la noche, el operador de mi programa, Julio Villamil, también se daba tiempo para contestar las llamadas telefónicas. A esa hora la sintonía de la radio estaba en su pico más alto y los oyentes llamaban insistentemente
–Julio, por favor no más llamadas, porque el programa está llegando a su fin- Le pedí.
A pesar de mi indicación, Julio seguía haciéndome señas a través de las lunas de la cabina para que salga a contestar el teléfono. Le respondí que no quería más llamadas, moviendo mi dedo índice de un lado a otro…
– ¡Dice que es urgente! – Gritó.
Sin escucharlo bien, por la bulla, le agité mis dos manos para que me entendiera que no iba a atender ninguna llamada más porque el programa se había sobrepasado cinco minutos y en radio eso era una barbaridad. Julio se encogió de hombros y luego de hacer una mueca como quien dice “problema tuyo”, colgó.
Al final del programa salí al patio para respirar aire fresco. Allí tampoco el ambiente estaba muy tranquilo por la presencia de algunos curiosos, que no faltaban. Los chicos que colaboraban en la radio empezaron a salir a la carrera, Julio, que también estaba con el tiempo ajustado, ordenó los discos y salió volando para ir en busca de Sonia, su enamorada. Sin embargo, al vuelo, logró decirme…
–La chica que llamó al final del programa dijo que era Glenda, tu compañera de estudios. Me respondió muy molesta, diciendo que no le interesaba un pepino el programa, sino hablar contigo y colgó.
– ¿Glenda? ¡¡No puede ser!!…Julito, no puede ser…
Julio ni me escuchó porque salía a la carrera para ir en busca de Sonia.
Volví a los estudios en busca de una guía telefónica, pero el operador que lo reemplazaba a Julio me dijo que la bendita guía estaba en la administración y a esa hora las puertas de las oficinas estaban cerradas. En la cabina solo había un listado de teléfonos de emergencia. No me quedó otra cosa que llamar a la central para averiguar el número del teléfono de Glenda.
-¿Si?, me parece reconocerle la voz, ¿Usted no es el chico de la radio? Escuche, le quiero pedir un favor, en su programa de mañana…
–Todo lo que usted quiera, pero por favor, deme el teléfono del Dr…
–Lo siento, no está registrado con ese nombre. Seguramente con el de su esposa. ¿Me puede decir el nombre de su suegrita?
–Olvídese, gracias, gracias.
–No tienes por qué papi, llama cuando quieras porque me gusta tu voz.
Para colmo, empezó a llover. El agua discurría a torrentes por las calles, fue cuando resolví ir personalmente hasta la casa de Glenda, porque consideré que era más fácil que conseguir una guía telefónica. Y así fue. Sorteando la lluvia empecé a caminar por debajo de los halares de las casas para no mojarme más de lo que estaba. Al llegar, toqué la puerta, al principio tímidamente, y como nadie respondió insistí, esta vez con fuerza.
–Un momentito. Ya salgo.
–Buenas noches, disculpe señora ¿Está Glenda? Soy su compañero de estudios.
–Sí, pero ya está en cama. Se encuentra un poco resfriada.
Por el tono de la voz de la señora sospeché que era la conocida disculpa, a la cual recurren todas las mamás del mundo cuando sus hijas están con un berrinche.
–No se preocupe señora, la llamaré mañana.
–Ah, mi hija me encarga decirle que mañana tienen una clase práctica en el penal de La Almudena y que no olvide llevar su carné de estudiante. Mire, a sugerencia de ella, le he traído un paraguas.
–Señora, por favor, no se moleste. El temporal está calmando.
–No creo, con este cielo serrano nunca se sabe.
–De todas maneras se lo agradezco y dele mis saludos a Glenda. Buenas noches.
Al día siguiente, uno a uno ingresamos al penal. En un Principio seguí con mucha atención las explicaciones del Catedrático y disimuladamente desaparecí para ir en busca de Hermenegildo, el padre de Rubén. La única que se dio cuenta de mi desaparición fue Glenda, quien no se explicaba a dónde diablos me había ido porque los casos que debíamos revisar para la tarea estaban en la zona de los reos menos peligrosos.
–Don Hermenegildo, haré todo lo posible por ayudarlo. Realmente su caso me conmueve. Ya hablé con el Dr. Chuquimia.
-¿El decano delColegio de Abogados?
-Sí, es mi Catedrático en la universidad.
Herenegildo me abrazó emocionado dándome las gracias porque creyó ver una luz al fondo del túnel.
Glenda y Juan de Dios, otro de mis compañeros, me buscaban, hasta que por fin me hallaron. Ambos tenían sus caras largas, pero quien se encargó de increparme fue Juan de Dios.
– ¿Qué diablo haces por aquí? ¿No te das cuenta que es la zona de los reclusos más peligrosos?
–Sí, si claro, estuve conversando con un preso.
– ¿De qué te servirá hablar con los presos de este pabellón si los casos que tenemos que estudiar están en el otro?
–Tienes razón, les pido mil disculpas.
Glenda, no abrió la boca para nada, pero la expresión de su rostro lo decía todo.
Al día siguiente, los integrantes de mi grupo de estudio habían resuelto hacer la tarea en la casa de Glenda a la misma hora en que salía mi programa de radio. No había duda que fue a propósito, como castigo por mi desaparición en la visita al penal. Uno de ellos, el que pretendía a Glenda, se paró de su asiento, miró su reloj y encendió el radio para demostrarles a todos que yo estaba muy orondo conduciendo mi programa.
–Bueno chicos ¿Qué tal si comenzamos? – Sugirió.
–Pero si todavía faltan cinco minutos para las siete – Advirtió Glenda.
–Así falten treinta minutos tu amiguito no llegará. Escuchen, está en pleno programa – Gritó Adrián muerto de la rabia, mientras subía el volumen del aparato. De pronto se abrió la puerta de la sala y se apareció la mamá de Glenda. Y, detrás de ella, yo. Les dije que el programa lo había grabado.
Tuve que explicarles todo el problema que atravesaba Hermenegildo. Recién comprendieron mi actitud y se comprometieron a ayudar acopiando pruebas.
Al día siguiente hablamos con el Doctor Edgar Chuquimia para planificar la estrategia de la defensa. Asimismo, en la radio les pedí a mis oyentes que me hagan llegar algún indicio que pueda contribuir a esclarecer el caso. Días después volví a hacer la misma invocación, hasta que el propietario de la radio, me llamó a su oficina.
– ¿No cree usted, que está exagerando con eso del accidente? Le pido que se olvide del asunto, no quiero tener problemas con nadie, menos con el General, quien fue el que me llamó.
¿Por qué el General tenía que meterse en el tema? –Me pregunté, mientras trataba de redactar otra noticia en el diario El Sol. . En ese momento ingreso JJ Jiménez, el jefe de la página policial quien retornaba de sus vacaciones. Parecía otro hombre ya que, por lo general, era parco, poco comunicativo y hasta roñoso.
– ¿Ya viste el cuadro de comisiones? – Me preguntó con cachita – Te irás a cubrir una ceremonia en el Poder Judicial. Yo iré ir al almuerzo que ofrecerá el cura Uscamayta, es a la misma hora. Ya te fregaron.
–No es así.
–Bueno, se me hace tarde, ¿No tendrás alguna nota chiquita para la página policial? Lo envías al corrector.
Eso sí que me cayó como música celestial a mis oídos, porque era justo lo que quería para hacer una invocación a los lectores y me hagan llegar alguna pista sobre el accidente.
Y luego me fui a la ceremonia de la corte Superior de Justicia que presidía el Dr. Héctor Saldívar, un hombre muy respetable, a quien lo conocía desde que laboraba en la Corte de Abancay.
–Te escucho en la radio y también leo tus crónicas en el diario. Me dijo.
–Gracias doctor. Disculpe que haya venido unos minutos antes del inicio de la ceremonia. Necesito hablar con usted con relación al accidente ocurrido frente a la universidad. En unos días, el Juez verá el caso y lamentablemente parece que existen presiones,
–Conozco al juez que ve este caso. No creo que se deje presionar pero a veces los abogados son tan hábiles que pueden hacer ver las cosas diferentes. No te preocupes, me interesaré para que este caso se lleve de acuerdo a ley. Si es inocente, puedes estar seguro que la verdad saldrá a la luz. Pero esto tiene que probarse. Bueno, creo que ya es hora de ir al auditorio porque la ceremonia está por empezar.
Retrocediendo en el tiempo, un día antes del accidente, el hijo del General y su amigo, aprovechaban sus vacaciones para visitar el Valle Sagrado de Los Incas acompañados de dos atractivas jovencitas que les habían presentado los oficiales de la comandancia. En Yucay, los turistas aprovecharon la parada del bus para tomarse unas vistas a la sombra del pisonay que se erguía en el centro de la plaza. El calor era sofocante, por lo que todos empezaron a despojarse de sus casacas y chompas. En ese momento se acercó una niña portando una canasta de choclos cocidos, Bastó que el guía se comprara uno de esos choclos de granos gigantes para que los demás viajeros, en su mayoría japoneses, se animaran a probarlos. No así el hijo del General, que prefirió no romper con su complejo gastronómico. Sin embargo, al ver que todos tenían las mazorcas en sus bocas, como armónicas en un concierto, también pidió su porción para no quedarse sin participar de aquella deliciosa sinfonía gustativa.
En Ollantaytambo, los turistas se quedaron boquiabiertos contemplando las construcciones de piedra.
Y después de darse un baño de cultura en el Valle Sagrado de los Incas, los viajeros estaban prácticamente agotados, por eso el retorno al Cusco les parecía más largo. Obligados por el frío de la cordillera, recurrieron a sus abrigos y empezaron a cerrar las ventanas del bus para evitar el ingreso del viento helado proveniente de los nevados. El hijo del General, que se hallaba sentado al costado de Matilde, jaló una manta para cubrirse y buscó afanosamente los labios de la muchacha al mismo tiempo que hacía correr sus manos por su cuerpo. Y a medida que el vehículo ascendía por encima de los cuatro mil metros sobre el nivel del mar, la temperatura descendía. Sin embargo, debajo de la manta, la sangre que corría por las venas de la pareja parecía llegar al grado de ebullición.
Detrás de ellos, Natalia y Luís, el compañero del hijo del General, también se apachurraban para calentarse mutuamente. En un principio se resistió no solo por pudor sino pensando en Virgilio, su enamorado. Pero ya era tarde para los arrepentimientos porque su acompañante, con sus besos cada vez más ardorosos, la tenía atrapada en sus redes. Después de algunas horas, el chofer, luego de apagar el motor del bus, anunció que ya habían llegado al paradero final.
En la agencia los esperaban dos oficiales en un lujoso Pontiac negro.
Apenas bajaron, los cuatro muchachos se miraron como preguntándose ¿Y ahora qué? Y después de intercambiar algunas ideas acordaron salir esa misma noche a la discoteca El Muki. Ninguno se opuso porque las brasas de la pasión que habían comenzado a atizar en su recorrido por el Valle Sagrado de los Incas estaban al rojo vivo y ninguno de ellos quería que se apague así nomás.
–Papá, tenemos programado salir esta noche para ver la nueva iluminación de la plaza y de paso iremos a bailar al Muki. ¿Me prestas el carro? Le pidió el hijo del general a su sorprendido padre.
-Pensé que estaban cansados por el viaje al valle, Está bien hijo, pero vayan con el chofer y un carro de seguridad. Recuerda que aun no tienes brevete.
–Papá, ya no soy un niño. Además, ¿Qué policía se atrevería a pedirle licencia de conducir al hijo del general?
Aquella noche, el Muki estaba repleto, el humo de los cigarrillos y otros pitillos fuertes le daban el ambiente de nocturnidad y erotismo que caracteriza a este local.
A las diez, el Pontiac negro se estacionó frente al local en un lugar reservado de antemano por los miembros de seguridad del cuartel. Seguramente por esa razón el cuidador de carros ni siquiera se atrevió a asomar las narices por allí. En la puerta, no solo se hallaban el portero y los wachimanes, sino el mismo jefe de seguridad quien, previamente, había sido advertido para que les facilite la entrada a los especiales visitantes. Los cuatro jóvenes fueron recibidos con sacrosanta deferencia y se les hizo pasar de frente hasta la mesa que tenía un cartelito con la frase “Mesa reservada”. Inmediatamente, una hermosa muchacha vestida con una falda muy breve y a la usanza de las antiguas ñustas, se les acercó para tomar el pedido.
– ¿Desean servirse algo?
–Si, por favor, necesitamos algo especial para ponernos en fa ¿Chicas que desean?- Preguntó el hijo del General.
–Para mí, esa bebida color amarillo… que lo sirven en una copa de martini…no me acuerdo el nombre.
– ¿Aguaymanto sour? – Ayudó la moza.
–Si, si, quiero eso.
– ¿Y tú Naty?
–Una piña colada, por favor
¿Y, ustedes caballeros? Preguntó la camarera.
–Dos pisco sour dobles.
Para ellos la noche recién empezaba. En el fondo, un gringo de casi dos metros de estatura, bailaba con una brichera bajita, que rato antes la había conocido en uno de los portales de la plaza. La chiquilla, vestida con provocativa minifalda, con las justas le llegaba a la altura del pecho del hombrón. Y cada vez que la levantaba para besarla, ella seguía moviendo los pies en el aire al ritmo de la música. En la parte más oscura del salón, un marido infiel y su amante bailaban tan apretados que parecían siameses. Al otro lado, un grupo de jovencitos que recién estrenaban su libreta electoral, saltaban como indios navajos en pie de guerra, sudando copiosamente, seguramente con el propósito de expulsar todo el alcohol que habían ingerido desde temprano y sus padres no se den cuenta de su beodez al retornar a casa.
Al notar que muchos parroquianos aún no salían a bailar, el DJ Julio Villamil, el más entendido de los pinchadiscos de aquella época, empezó a poner los temas de moda. La música era tan excitante que todos saltaron de sus asientos para no perderse una sola pieza. Eso mismo hicieron el hijo del General y sus acompañantes, quienes ya se habían bebido una buena cantidad de tragos de todos los colores y sabores. Lo propio hacían los miembros de su seguridad, quienes se hallaban vestidos de civil en una mesa cercana. El Muki ardía de entusiasmo y placer. De rato en rato, algunos parroquianos salían a la calle Plateros para recargar las pilas y aspirar… aire puro y, claro, también el humo de cigarrillos cargados que los vendían discretamente para no llamar la atención de los pocos policías que rondaban en la noche.
En las zonas con poca iluminación, como la calle Loreto y algunos portales, la noche parecía embriagada de pasión. Allí, los jóvenes, extranjeros y nativos, daban rienda suelta a sus deseos reprimidos combinando abrazos, licor y cigarrillos cargados. Entretanto, el hijo del general y su amigo bailaban como trompos. Y como la noche les pareció muy corta y ellos querían seguir disfrutando de todas las tentaciones del diablo, decidieron salirse sin que se dieran cuenta los custodios por estar pasados de copas…
–La cuenta por favor. Pidió el hijo del General.
–No se preocupen, ya todo está cancelado. Tengo el encargo de decirles de parte del administrador que pueden regresar las veces que quieran. Ah, por favor no olviden de darle nuestros saludos al Gran Jefe.
El hijo del general, al ver que una de las puertas del Pontiac se hallaba con las lunas bajas y las llaves puestas en el contacto, ingresó como Pedro a su casa y luego de invitarlos a pasar a los demás encendió el motor y apretó el acelerador para salir disparado rumbo a San Jerónimo donde, en medio de un bosque de eucaliptos que Matilde lo conocía, estacionó el auto.
Entretanto, en el local, al darse cuenta que los chicos ya no estaban, los dos militares vestidos de civil, se levantaron de sus asientos y salieron disparados.
La camioneta de los miembros de seguridad, seguía estacionada a un costado del local. En la caseta los conductores de ambos vehículos, del auto y la camioneta, se hallaban dormidos después de haberse bebido una botella de ron con coca cola.
– ¡Carajo, despierten! ¿Hacia dónde se fueron?
– ¿Quiénes?
–El hijo del general y sus amigos, ¡cojudo! ¿No se dan cuenta que se han llevado hasta el auto? Ya les dije que nunca dejen las llaves en el contacto ¡Vamos a Sacsayhuamán!. Seguramente están allá.
–Claro jefe, tiene razón “Si tu amor es verdadero llévame al rodadero”.
–¿No me digas?. ¡Qué pendejo! Como se nota que el trago te hace funcionar mejor la materia gris.
Por supuesto que todos estaban equivocados porque el Pontiac negro estaba en San Jerónimo y no en Sacsayhuamán.
Una hora antes, Virgilio, el enamorado de Natividad, quien ya se hallaba en cama viendo televisión como niño bueno, recibió una llamada de un amigo quien se encargó de contarle que la muchacha que le quitaba el sueño estaba en el Muki con un desconocido. En un principio dudó de la versión de su amigo, creyendo que era solo un pretexto para hacerlo salir de la cama porque no era la primera vez que lo llamaban contándole historias solo para sacarlo de la casa. Pero antes que la duda lo mate, salió rumbo al local. Al llegar, lamentablemente no lo dejaron ingresar porque ya no cabía ni un alfiler y no le quedó otra cosa que esperar apoyado a una de las columnas del portal Belén.
Al poco rato…no podía creer lo que sus ojos veían. La chica que solo un día antes le había jurado su amor eterno, salía de la discoteca del brazo de un desconocido que luego se la llevó en un auto Pontiac color negro con rumbo desconocido.
Paralizado por la ira, no supo qué hacer. El corazón se le salía por la boca al comprobar que el amor de sus amores le estaba sacando los cuernos. Lo único que pudo hacer fue memorizar el número de la matrícula del carro.
Entretanto en Sacsayhuamán, los oficiales provistos de linternas buscaban el Pontiac entre las decenas de carros que a esa hora de la noche se hallaban estacionados.
– ¡Carajo, apaguen esas linternas…¡Mirones de mierda! – Alguien gritó desde el interior de uno de los autos.
Los despistados efectivos encargados del resguardo del hijo del General, que por cierto no eran nada efectivos, al darse cuenta que el auto negro no se hallaba en el lugar, tuvieron que darse por vencidos y la búsqueda por terminada. Lo único que habían conseguido, además de recibir insultos, fue perder el tiempo.
– ¿Y ahora qué le diremos al General?
– ¡Tengo una idea! vayamos a la puerta de la residencia y allí los esperamos a estos hijos de…
La temperatura en San Jerónimo era agradable. El hijo del General aprovechó la parada que hicieron en aquel romántico lugar para sacar una botella de whisky que la tenía escondida debajo del asiento y, en menos de lo que canta un gallo, los dos amigos se la acabaron.
–No se preocupen, tengo otra en la cajuela – Les dijo mientras se bajaba del auto.

– ¿No les parece que ya han bebido lo suficiente? ¿Qué tal si salimos a tomar un poco de aire fresco? – Sugirió Matilde, porque el humo de los cigarrillos hacía insoportable respirar en el interior del carro.
Ella y el hijo del General se fueron detrás de unos matorrales. En cambio Natividad, un tanto nerviosa, prefirió quedarse con Luis en el interior del vehículo. Pero no le fue muy bien porque apenas se quedaron solos, Luís se le fue encima y no pudo zafarse de sus besos y abrazos.
Solo la luna fue testigo de lo que pasó entre los dos. Ni ella misma podía explicarse qué diablos le había ocurrido para entregarse a una persona que recién conocía, después de haberle negado tantas veces ese privilegio al hombre que verdaderamente amaba.
Para Matilde, la cosa fue diferente porque aquella cita para ella era una aventura más. Estaba feliz por haber añadido en la lista de sus amores al hijo del General, sobre todo porque le había permitido hacer todo lo que ella quiso, incluso sacarle la medalla de oro que pendía de su cuello y ahora lo tenía en el suyo.
Antes del amanecer, Natividad les pidió regresar para no tener más problemas en su casa, porque sus padres ya estaban hartos de sus salidas. Después de tanto insistir, accedieron. El hijo del General, sacó otra botella de licor de la cajuela y pisó el acelerador para emprender el retorno. Y al ver que las agujas del velocímetro superaban los cien kilómetros por hora, todos reían.
Cuando ya se hallaban en la Av. De la Cultura, el conductor pidió más licor. Y como no le daban la botella, para evitar que se excediera, volteó con la intención de cogerla con sus propias manos y …
– ¡Cuidado!
El auto se salió de la pista y se subió a la acera, levantando en vilo a un cargador de forraje que transitaba a esa hora. Las muchachas pegaron un grito, mientras Luís se ponía más pálido que un muerto. El auto haciendo zigzag entró nuevamente a la pista y se fue raudamente.
–¡Carajo! De esto, ni una sola palabra. Ustedes no han visto nada –Les advirtió el hijo del General.
–Pero…Y, si ese hombre necesita auxilio, no sería mejor que…
– ¡No quiero consejos! Se callan la boca y punto.
Natividad no paró de llorar hasta llegar a la puerta de su casa. Y antes de salir del auto, nuevamente fue advertida para que no diga nada. Fue cuando Matilde salió en defensa de su amiga y les dijo a los exaltados muchachos que se callaran o les haría un escándalo. Se mostró tan fuerte que ninguno de ellos se atrevió a refutarla. Y unos minutos después, cuando el hijo del General la notó más tranquila le dijo…
–Si quieres, puedes quedarte con la medalla.
–No la deseo. Y se la arrojó. Lo único que quiero ahora es irme a mi casa.
Y cuando el Pontiac llegó a la residencia del General, el soldado que hacía guardia preguntó:
– ¿Quién vive?
–Soy el hijo del General.
–Buenos días señor. Pase por favor.
El vigilante abrió la puerta y de inmediato se percató que el carro tenía los faros destrozados, así como abolladuras en la máscara y rajaduras en la luna delantera. Pero no hizo ningún comentario, solo se limitó a hacer anotaciones en un cuadernillo.
Unos metros más allá, los oficiales encargados de la seguridad de los muchachos esperaban impacientes. Y apenas escucharon el ruido del motor del vehículo salieron a su encuentro. Pero al ver las averías casi se caen de espaldas y no les quedó otra cosa que hacérselo conocer al General, quien tampoco podía salir de su asombro, sobre todo al escuchar la versión de su hijo. Lleno de ira, responsabilizó a los oficiales y les conminó a buscar una solución para evitar que se filtre la noticia.
Lo primero que hicieron fue hablar con el vigilante de turno, para que cambie el texto del cuaderno de ocurrencias. Como el cuadernillo estaba numerado, tuvo que volver a escribir las ocurrencias de 15 días atrás en uno nuevo. Nadie podía ayudarlo porque tenía que hacerlo a puño y letra. Y cuando lo terminó, se limitó a decirles que el cuaderno anterior lo había incinerado, cuando en realidad se lo guardó.
Ese mismo día, el General decidió que los muchachos retornaran de inmediato a Lima, asegurándose que su traslado al aeropuerto se haga en total reserva.
Pasaron los meses y el juicio a Hermenegildo estaba por llegar a su fin. Parecía que su suerte estaba echada porque no había logrado demostrar su inocencia. Tampoco yo había podido conseguir las pruebas para ayudarlo. Una vez más me fui a visitar al Dr. Chuquimia.
En la radio, nuevamente les pedí a los oyentes que si tenían algún indicio que pudiera ayudar a Hermenegildo me lo hagan saber. Y en momentos que estaba por salir de las oficinas, sonó el teléfono.
– ¿El locutor?
–Si contesta él.
– Quiero comunicarle que el vehículo que atropelló al cargador en la Av. de la Cultura está en el taller de la comandancia, lo están planchado. Le llamo porque ya me cansó esta vaina. No puedo darle mi nombre para evitar represalias.
Eso fue suficiente. Inmediatamente me fui a buscar a mi amigo Arístides Col y le pedí me haga el favor de sacar una fotografía del auto.
– ¿Estás loco? Eso sería como firmar mi sentencia de muerte. No me lo perdonarían nunca. A mí también me indigna esto, pero no cuentes conmigo.
Sin embargo, a las pocas horas me llegó un sobre con las fotos del auto y de inmediato se las entregué al abogado. A los pocos días, mis compañeros del grupo de estudio consiguieron el cuadernillo original de ocurrencias. No obstante que el auto apareció incendiado en una zona descampada, sin placas, no pudieron borrar el número del motor ni las huellas de las abolladuras. Fue fácil cotejar este número con el registro de la oficina de Transportes. Virgilio declaró que la placa correspondía al mismo vehículo que estuvo en las puertas del Muki. Finalmente, con la sólida defensa del abogado y la presentación de las pruebas al juez no le quedó otra cosa que disponer la inmediata libertad de Hermenegildo.
Años después, el fotógrafo Arístides Col, murió en un confuso accidente cuando se acercaba a un helicóptero militar estacionado en el aeropuerto, para tomar fotos. Las hélices posteriores de la nave lo decapitaron.
El vigilante que supuestamente proporcionó el cuadernillo de ocurrencias, se fue a vivir a Arequipa con su familia. Mientras que Natividad y Virgilio se reconciliaron y se casaron.
Del hijo del general y su amigo, nunca más se supo de su paradero. Matilde es la única que sigue en Cusco, viendo pasar el tiempo, a su manera.

Una respuesta to “El hijo del General”

  1. nilda Says:

    Me gusta “Si tu amor es verdadero llévame al rodadero»

Deja un comentario