La revolución que terminó en una pesadilla

Radio El Sur empezaba a levantarse de sus cenizas como el ave fénix, después de haber sido afectada por el incendio de Sinamos. Y es cuando su director decide darle un nuevo giro a la programación. Aquel silenciamiento obligado me produjo un vacío en el alma, no solo porque la escuchaba con frecuencia sino porque en esta empresa tenía muy buenos amigos.

Pensaba en ellos, en su desgracia, en su silencio obligado. Pero estaba seguro que saldrían adelante porque sabía de su empeño y su profundo amor a la radio desde aquel el 6 de diciembre de 1971 en que saliron al aire por primera vez. Recordaba sus inicios, las pruebas al aire y los afanes de sus directivos y todo su personal para que los oyentes disfruten de una programación novedosa y profesional.

Sus noticieron redactados por Erik Escalante, un joven periodista muy talentoso y responsable, tenían una gran sintonía en los cuatro horarios en los que se emitían de lunes a viernes, aunque les faltaba ese toque de opinión, crítica y análisis que le encantaba a la gente. Y era en este campo, donde sus directivos creían que yo podía aportar. Por eso me llamaron.

La emisora gozaba de prestigio y gran sintonía, sobre todo entre los oyentes de los segmentos medios y altos, porque contaba con una programación depurada, exquisita y sosegada. Al frente de la gerencia de producción y programación se hallaba Teo Allaín, un muchacho salido de las canteras de la universidad de Lima quien ya había logrado notables triunfos en el campo de la fotografía, sorprendiendo con una novedosa colección de vistas nocturnas de la ciudad imperial, denominada “Cusco de Noche”. No hacía más que seguir los pasos de su abuelo, el histórico fotógrafo Martín Chambi. Y en buena hora que corrieran por sus venas los genes de tan estupendo abuelo.

Teo, logró estampar en la radio su sello personal. Impuso un estilo sosegado, nada estridente, con una programación musical de calidad. Para esto tuvo que convertirse en un dictador de sus propias ideas y encerrarse día y noche en la sala de grabaciones, lejos del mundanal ruido, sin importarle el reloj, ni el hambre. Entregó su talento a la radio y su corazón a Jenny, el amor de su vida, con quien contrajo nupcias.

Cuidaba de los contenidos al milímetro, buscando las voces adecuadas y los discos instrumentales más hermosos. Solo así pudo hacer una programación que realmente daba gusto oír. Y en sus ratos que le quedaban del día, mejor dicho de la noche, le puso color a la fotografía, que su abuelo había inmortalizado en blanco y negro.

El gerente de la radio, Gilberto Muñíz, siempre tuvo buen ojo para contratar al personal y, además, sabía valorar el trabajo de los hombres de radio, seguramente porque él también se inicio como locutor en radio América de Lima, por eso la firma de mi contrato no lo asustó, a pesar de ser uno de los más elevados en materia económica.

La voz que identificaba a la radio era precisamente la de Gilberto. Tenía un excelente timbre, moldeado en los mejores micrófonos capitalinos, sin embargo Teo, como jefe de producción, lo trataba con la misma exigencia que tenía para todos los locutores, haciéndole repetir los textos hasta que salgan bien, reservándose las grabaciones de las promociones, los comerciales y avances, para él. Las hacía con cadencia, vocalizando cada palabra y buscando mejorar su locución a fuerza de ensayos. Y quien le grababa era Delio Paucarmayta, su operador adjunto, un muchachito que jamás perdía el buen humor. No era nada raro verlo morirse de la risa cada vez que su jefe se equivocaba.

La radio era chica pero con un corazón grande. Allí me sentía bien, quizás no tanto como en radio La Hora, pero disfrutaba trabajando al lado de este excelente equipo, hasta el día en que tomé la decisión de viajar a la capital.

¡Qué día aquél! Recuerdo que en el aeropuerto de Quispiquilla, estaban mis colegas, amigos y familiares. A todos ellos y, particularmente a mi, se nos humedecieron los ojos cuando nos dimos el abrazo del adiós.

Durante los cincuenta minutos que duró el vuelo no hice más que pensar en todo lo que había dejado atrás. Y cuando llegamos a Lima, en el aeropuerto Jorge Chávez había un aire denso y caliente con olor a harina de pescado tan intenso que hasta me hizo fruncir la nariz. La primera en bajar por la escalinata fue Marithza, mi esposa con Ireydiza, nuestra menor hija, en brazos. Se le notaba aliviada luego de un viaje accidentado, de turbulencias y sacudones, por el mal tiempo en la sierra. Mi hijo primogénito, que lleva mi mismo nombre, de apenas de tres años de edad, bajó saltando uno a uno los peldaños de la escalera, lleno de felicidad.

–Bienvenidos. Qué gusto de verlos. Fueron las primeras frases que escuchamos del entrañable amigo que nos fue a recibir.

– ¡Hola Wilbert! Gracias por venir.

Me pareció que ni me escuchó porque mis palabras se perdían entre el ruido de las turbinas de la nave y el barullo de la gente. Algunos gritaban a voz en cuello los nombres de sus familiares, apenas los veían en la sala de equipajes. Otros, permanecían en silencio, como témpanos de hielo, estirando el cuello y empinándose al máximo en la punta de sus pies para ubicar a sus parientes que no aparecían por ningún lado.

–La culpa la tiene la hija de la tía Delfina por haber comprado los pasajes en Faucett – se escuchó decir a una muchacha joven, a su padre.

–Todos le recomendaron esa línea aérea porque, según dijeron, en sus aviones sirven buen desayuno – Afirmó la madre.

– ¡Eso que importa! ¿Por qué no compraron en Aeroperú?, sus pilotos, como ex militares que son, no tienen miedo a la lluvia porque están acostumbrados a volar en las peores condiciones climáticas. Mira, ya están saliendo de nuevo a Iquitos. ¡Para volar a la selva en época de lluvias hay que tener cojones!

Aquel 5 de febrero de 1975, Lima era un caos por una descomunal asonada ocurrida dos días antes como consecuencia de una huelga de la policía. Los efectivos de la 21 y 41 Comandancia, ubicada en el populoso distrito de La Victoria, habían decidió no salir a prestar servicio en la calles en protesta por los malos tratos, los bajos sueldos y la demora en sus pagos.

Por este acto de rebeldía, el gobierno revolucionario había ordenado en la madrugada del tres de febrero el ingreso de la tropa para debelar el motín y restablecer el orden. Enterados de la medida, miles de manifestantes salieron a las calles para protestar, armando una trifulca de padre y señor mío en el centro de Lima, aprovechando que la ciudad estaba desguarnecida. Los vándalos hicieron de las suyas y empezaron a saquear los establecimientos comerciales. El centro era un pandemonio. Los manifestantes apedreaban locales y vehículos y destruían todo lo que hallaban a su paso. Las primeras manifestaciones de protesta, más o menos pacíficas, que se habían iniciado en horas de la mañana, al medio día se convirtieron en un vandalismo generalizado con atracos, actos de pillaje, incendios de edificios públicos, locales comerciales y empresas periodísticas.

En un santiamén se causó innumerables daños a la propiedad privada, especialmente en el centro de Lima, extendiéndose luego a La Victoria, Breña, Jesús María y San Martín de Porres.

Aprovechando este caos, los ladrones saquearon las tiendas y cargaron con todo lo que podían. A plena luz del día se llevaban de las tiendas artefactos eléctricos, como cocinas, refrigeradoras hasta televisores y equipos de sonido. Los facinerosos caminaban libremente por las desoladas calles con un artefacto sobre el hombro. Las fotografías que publicaron los diarios y revistas, en días posteriores, fueron reveladoras, porque se veía a los vándalos haciendo rodar por las calles hasta vitrinas de exhibición de las tiendas, llenas de valiosos artículos.

Las turbas incendiaron el Centro Cívico, lugar donde se iba a realizar la Segunda Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo (ONUDI). Destruyeron también las instalaciones de los diarios Correo y Ojo, por lo que se suspendió su publicación hasta el domingo 16 de febrero, fecha en que nuevamente salió con ayuda del diario El Comercio, en manos del gobierno.

Fue el verano más ardiente que recuerde la historia.

A través de un comunicado oficial se dio cuenta de la muerte de 86 personas y cientos de heridos, así como 1012 detenidos, mientras los funcionarios del gobierno acusaban por radio a la central de Inteligencia Americana, al Partido Aprista Peruano y a la oligarquía limeña, de utilizar a la policía en la asonada.

La primera reacción que tuvo el Gobierno, fue destituir al director general de la Guardia Civil para reemplazarlo por el General EP Gastón Zapata de la Flor, al mismo tiempo que decretaba el estado de emergencia nacional y el toque de queda entre las once de la noche y las cinco de la mañana.

No era pues el mejor momento para llegar a Lima. Pero como yo y mi familia ya estábamos aquí, no nos quedó otra cosa que adaptarnos al caos generalizado. Adecuarnos a las terribles circunstancias que se vivía en la capital.

A los pocos días, mi amigo Wilbert nos visitó en la casa de mi abuela Ana, en la Urbanización Santa catalina, donde estábamos alojados, para invitarnos a la boda de un ejecutivo de Pisopack, empresa donde él laboraba. Al principio no estuve animado de asistir porque la recepción era en Chaclacayo y el toque de queda todavía estaba vigente. Sin embargo, me insistió diciéndome que allí estaría el nuevo director de radio Unión y que sería una buena oportunidad para que me conozca.

– ¿Y cómo hacemos con el toque de queda?

–No te preocupes, la fiesta será de toque a toque – (Frase que se puso de moda para indicar que la reunión sería a puerta cerrada y hasta el amanecer del día siguiente).

–Ja ja ja. Espero que no terminemos bailando en un cuartel. Le advertí.

No era broma, asistir a una reunión en estas circunstancias resultaba siendo muy riesgosa porque las patrullas militares tenían órdenes de disparar a cualquier noctámbulo que se resistía a acatar la medida. Esto hizo cambiar las costumbres de la gente y hasta los horarios de las misas. Estas no se podían celebrar antes de las siete de la mañana, ni más allá de las siete de la noche, por disposición del gobierno. Por esa razón, los invitados a las bodas se la pasaban mirando más sus relojes que al sacerdote. Lo único bueno de esta limitación fue que agilizó las interminables sesiones fotográficas con los novios. Y lo malo, que ya no se podía tomar el champán con tranquilidad y ponerse al día con los últimos chismes políticos que acostumbran llevar los invitados a este tipo de recepciones.

Por el toque de queda, los salones se vaciaban más rápido que las botellas de champán. No había tiempo ni para disfrutar de la torta y por eso empezaron a entregarla en una cajita para que los invitados se la lleven a sus casas, tampoco había tiempo para rajar contra el gobierno, aunque la verdad es que preferían callar por temor, porque era difícil saber si el caballero que estaba a nuestro costado era un invitado o un soplón de seguridad del estado con cara de invitado. No olvidemos que solo hay dos lugares donde es muy difícil saber si la persona con quien nos topamos es un invitado o un paracaidista: las bodas y los velorios.

–Hija, mira disimuladamente al fulano que está al frente. Seguro que es un pariente de la novia.

–No lo creo porque yo soy familiar de la novia y nunca lo he visto. Hijita…¡con esa cara! Debe ser del novio.

En los velorios sucede lo mismo, uno no sabe si la dama que llora a mares es la esposa, la amante o la queridísima secretaria del difunto. Tampoco se sabe si el caballero que bebe a mares es un familiar, un compañero de trabajo o un paracaidista.

–Disculpe usted, mi bella dama, ¡Hip! ¿Es usted familiar del novio o de la novia?… ¡Hip!

–De ninguno, porque ¡esto es un velorio, imbécil!

En la boda a la que asistí con mi amigo Wilbert, en Chaclacayo, al director de Radio Unión se le veía confundido, no tanto por el champán que había bebido, sino porque muchos querían llamar su atención y lo tenían de un lado a otro. No era para menos porque era el primo del Ministro de Energía y Minas, un General de peso en el Gobierno Militar. Pero él no necesitaba de esa relación para hacerse notar porque gozaba de gran simpatía. Hacía un kilo de años que se había retirado del ejército con el grado de Capitán pero tenía muy buenas relaciones castrenses. Sus ex compañeros de promoción ya eran Generales y la mayoría ocupaba altos puestos en el Gobierno. Tampoco necesitaba de galones ni grados para disfrutar de la vida porque tenía una buena posición económica y sobre todo el suficiente tiempo para gastar sus ahorros y su pensión. En el club de playa Waykiki, donde era socio, lo consideraban como un play boy. Sus amigos lo conocían como Pichón por su apariencia siempre joven y sus costumbres de soltero.

No necesitaba trabajar. Sin embargo, para que no se aburra sin hacer nada, su primo le había puesto en la disyuntiva de escoger entre un alto cargo en el banco de La Nación y la dirección de radio Unión. Optó por la segunda opción.

En la fiesta, mi reunión con él fue fugaz, pero suficiente para que el novio y mi amigo se encargaran de hacerme una presentación rimbombante, destacando mis cualidades personales. Yo me moría de vergüenza por los elogios, pensando que en lugar de favorecerme me iban a perjudicar. Sin embargo el director los escuchó con especial atención…

–Aún no tengo tarjetas, pero las oficinas de la radio no son difíciles de ubicar, están en la cuarta cuadra de la Av. Abancay, Allí te espero el lunes – Me dijo.

Le tomé la palabra y el lunes me presenté con la puntualidad de un inglés. Luego de la prueba que me tomaron en la máquina de escribir y en el micrófono me aceptaron, de inmediato, porque tanto el jefe de programación, Enrique de la Piniela, como el asesor del director, Ricardo Belmont habían opinado a mi favor.

En plena revolución, tuve que dedicarme a organizar la oficina de prensa porque no la tenía, igualmente tuve que hacer el montaje del informativo y grabar las cuñas de la presentación que Belmont las había sugerido. Le puso el nombre de “El diario del aire”, que lo había registrado sin que nadie se enterara. Por eso cuando se retiró como asesor de la radio, el nombre del noticiero también se fue con él. Y como sus condiciones para mantener el nombre eran muy onerosas, tuvimos que hacerle una variación y, a sugerencia mía, la bautizamos como “El diario de Unión”.

Recuerdo que la primera noticia que me tocó destacar en los rapititulares aquel el 18 de febrero, fue el encendido discurso que Velasco pronunció desde el Salón Dorado de palacio de Gobierno, donde acusó al APRA y a la ultra izquierda por los desórdenes,

–Detrás de ellos están, sin duda alguna, la mano de los viejos grupos, de privilegio y de poder, nacional y extranjero, que nuestra revolución arrojó del control del Perú. Y muy probablemente está también la inspiración y el dinero de un conocido organismos de espionaje internacional (en alusión a la CIA) – les espetó sin remilgos.

Un mes después, el estado asumió el control directo de todos los servicios telegráficos y de télex internacional, que hasta ese momento se hallaban en poder de las empresas West Coast of American Telegraph y la All América Cables and Radio Inc (ITT), siendo transferidas a la Empresa Nacional de Comunicaciones y a la Dirección de Correos y Telégrafos. Entretanto, en la radio nos dedicamos a informar los hechos tal como ocurrían, tratando siempre de sortear los controles a la prensa.

Y, mientras más empresas se confiscaban, más subían los precios de los productos de primera necesidad, especialmente de las medicinas, los alimentos, servicios públicos y los textos escolares. El déficit fiscal subió de 1.7% al 12.3%. Las planillas del estado se incrementaron en 83% y la inflación pasó de 6% al 74%. Es cuando comenzaron las huelgas. La escasez de llantas se convirtió en un gran negocio para los reencauchadores. Ante la falta de sencillo se daba vuelto con caramelos. No había carne, ni pollo y los comerciantes eran acusados de especuladores y acaparadores. 45 carniceros fueron detenidos acusados por ese delito. Hasta el papel higiénico desapareció del mercado.

Como la industria de la construcción prácticamente había colapsado, el déficit habitacional se agudizó por lo que el gobierno tuvo que verse obligado a prorrogar los alquileres y prohibir los juicios de desahucio. Con estas medidas, los dueños de casas y departamentos perdieron toda esperanza de recuperar sus propiedades. Por eso algunos preferían tenerlos vacíos.

Los días pasaban y una andanada de bolas invadía Lima. Se rumoreaba que el chino había sufrido un atentado en el zanjón. Que lo habían abaleado desde uno de los puentes siendo internado de emergencia en el hospital militar. Las bolas eran tan grandes que el gobierno se vio obligado a emitir un comunicado aclarando que en la madrugada del 23 de febrero de aquel ardiente verano de 1973, Velasco había sido internado en el Hospital Militar para ser sometido a una operación de urgencia por la ruptura de un aneurisma de la aorta abdominal.

A través de una filtración en fuentes castrenses se supo que los altos mandos militares habían solicitado al hospital John Hopkins de Baltimore (USA) el envío de dos médicos. Efectivamente, el primero en llegar fue el Dr. Geney Harvey quien, apenas arribó al aeropuerto, fue llevado escoltado al hospital Militar. Al día siguiente lo hizo su colega el Dr. Jean Hardy. Nadie podía creer que un gobierno que despotricaba contra los EEUU, haya solicitado su ayuda.

Fidel castro, amigo personal de Velasco, enterado de su situación crítica, de inmediato envió un avión-ambulancia con equipos de última generación y 14 profesionales entre médicos y enfermeras, presididos por el Dr. Jorge McCoook Martínez , Presidente del Instituto de Angiología de Cuba. Igualmente, el Presidente de la Argentina, Teniente Gral. Alejandro Agustín Lanusse, no dudó en enviar una delegación médica, integrada por los mejores especialistas que tenía su país.

Lamentablemente, como consecuencia de una complicación, luego de la operación a la que había sido sometido, causada por la oclusión de su arteria femoral derecha se agravó la salud del mandatario peruano. Para salvarle la vida los médicos recomendaron la amputación de su pierna.

Y así se hizo. Felizmente su recuperación fue rápida. Sin embargo las tensiones políticas se agudizaban a medida que las bolas se agrandaban. Había tal hermetismo que todo lo que decían los voceros del gobierno, estaba sujeto a análisis, a críticas y a ola de especulaciones.

En medio de este nerviosismo, el diario Ultima Hora publicó una nota en el sentido que el chino se recuperaba paseando en un yate frente a la soleada Paracas y estaba tan bien que hasta había comido tacu tacu. Al leer la infeliz crónica, Velasco se puso como un pichín y salió a declarar a la prensa aprovechando un consejo de Ministros, que se llevó a cabo el 11 de abril en el mismo balneario.

–Hay infiltrados que aparentan ser amigos y son los más feroces enemigos – Dijo sin ocultar su mortificación.

El jalón de orejas fue para el director de Ultima Hora Ismael Frías, quien por ser más papista que el Papa y querer pasarle la mano al chino, patinó. Su último pecado fue haber permitido que salga un artículo en el mismo diario, firmado por Abraham Lama, que tampoco fue del agrado del presidente.

–Yo no permito que nadie se mofe de mí – Gritó.

A las pocas horas, no solo hubo cambios en Ultima Hora, sino que Lama fue detenido por miembros de seguridad del Estado.

Aquellos que pensaron que el chino, por estar disminuido físicamente iba a morigerar su política, se equivocaron. A los pocos días dispuso que entre en vigencia el nuevo reglamento para la programación radial dictada por la Dirección General de Difusión, encargando a la OCI para velar por su cumplimiento.

En virtud de este dispositivo, el 17.5 % de la programación debía incluir obligatoriamente música folclórica. 7.5% música criolla, de autores peruanos. Además, todas las radios debían transmitir una hora diaria de música clásica y contar con un mínimo de dos horas semanales de programas de auditorio. El 35% de los contenidos debían ser programas hablados. Pero allí no quedó la cosa, todos los programas debían contar con libretos.

Como la mayoría de las radios no contaba con la infraestructura para cumplir con la medida, hasta las oficinas de las secretarias y los corredores de los edificios fueron acondicionados para convertirlos en auditorios. Para colmo, una copia de los libretos de los programas tenía que remitirse a la OCI para su revisión.

La programación de la radio estaba segmentada en espacios definidos, de acuerdo al nuevo reglamento dictado por la Dirección General de Difusión, que obligaba a contar con el 35% de espacios hablados. Y como en la radio el único programa que ayudaba a cumplir con esa obligatoriedad era Pregón Deportivo, se tuvo que tuvo que sacar un informativo. La disposición de contar con un programa de auditorio se cumplía a cabalidad con el espacio conducido por la inolvidable cantante criolla Lucha Reyes y auspiciado por la Backus, embotelladora de la cerveza Cristal. Pensé que ese era su nombre pero al ver en la administración su libreta electoral de tres cuerpos que me mostró la secretaria Mery Mur, me enteré que se llamaba Lucila Justina Sancines Reyes, nacida el 13 de junio de 1936.

La morena de oro, como también la llamaban, actuaba acompañada por un extraordinario marco musical dirigido por el maestro Miguelito Cañas.

Lucha era una mujer excepcional, de una personalidad fuerte y a la vez de un corazón tierno. Provenía de una familia humilde, con múltiples carencias. Su contacto con la calle y el callejón la obligaron a manejar un lenguaje duro, de jergas y lisuras. Para ella un carajo era la interjección más suave del vasto vocabulario que usaba en sus conversaciones. Desde muy jovencita se ganaba la vida lavando ropa y trabajando de vendedora ambulante. Su dureza era comprensible porque solo así pudo hacerse respetar en una vecindad acechada por el pandillaje.

En los rincones grises de esa otra Lima que muy pocos conocen, la chiquilla Lucha logró educar la voz más hermosa y tierna que recuerde el criollismo. Cantaba con toda la fuerza que le permitía su garganta y con el sentimiento más profundo de su corazón. Sus jaranas eran interminables, así como sus penas. Se divertía mucho y ganaba poco. A pesar de sus excelentes presentaciones en la peña Ferrando, sus ingresos no le alcanzaban ni para el té, como decía entre apenada y resentida. No le dejaban descansar por causa de esos malditos contratos que acostumbraba firmar por necesidad y por salir adelante a como de lugar, sin importarle la plata, ni su salud, porque ni bien terminaba de actuar en algún cine de barrio, se iba a provincias donde se presentaba la peña, y dormía generalmente en el asiento de un destartalado bus que transportaba a todo el elenco artístico. No ntenía casa propia y su única propiedad era un carrito de segunda mano.

Pocos conocían de sus sufrimientos, de su miseria y sobre todo de su quebrantada salud. Le hacían creer que si los revelaba sería el fin de su carrera artística. En esas condiciones, haber logrado un contrato con la Cristal, fue como sacarse el premio gordo de la lotería de Lima y Callao, aunque la mayor parte de sus ingresos se iban en el pago a su elenco y en el alquiler de la radio.

– ¿Y este mamoncito de donde ha salido? – Preguntó, mirándome de pies a cabeza.

–Es el nuevo jale de la radio. Está a cargo del departamento de prensa y la locución del informativo – Le respondió Enrique de la Piniela, el jefe de programación, sin dejar de mirar a Lina Agurto, la locutora de los espacios musicales, de quien estaba perdidamente enamorado. Y más atrás, parado en la puerta de la sala de grabaciones, César Zúñiga, el responsable de los estudios de grabación, escuchaba atento.

–Lucha, me alegra conocerte porque eres toda una estrella del criollismo.

–¡Uyuyuy! me lo voy a creer. Yo también te escuché hijito, tienes buena voz. Ojalá me des una mano, porque ese coleguita que hace la presentación de mi programa es un huevón. Y, siempre llega tarde. Se cree la última chupada del mango. Mis auspiciadores están que pitean como tren de sierra. Si dependiera de mí hace tiempo que lo mandaba a la mierda.

Y se fue cantando…Quisiera ser como la abeja…que vuele sin que nadie la detenga…

Apenas concluía el espacio de Lucha, ingresábamos a la cabina Carlos Alberto Sosa, Emerson Vela y yo, para la segunda emisión del Diario de Unión. El comando lo tenía Carlos Alberto Sosa, experimentado hombre de radio, de fresca y extraordinaria voz.

En ese tiempo, Juan Ramírez Lazo conducía por radio Victoria el noticiero de mayor sintonía. Prácticamente era el dueño absoluto del dial. Su espacio “Nos Preocupa” tenía tanto peso político que hasta los Ministros temblaban de miedo cada vez que se emitía. Y mucho más cuando leía el editorial redactado por Manuel Avendaño, un periodista de pluma picante.

Sin embargo, no todos los oyentes estaban de acuerdo con la línea periodística de la radio porque tenía el tufillo de gobiernista. Sus permanentes ataques a los opositores de la revolución y su falta de objetividad hicieron que los oyentes se muden a la nueva opción que les ofrecía Radio Unión, por ser más independiente y seria.

Las secuencias ¿Qué Pasa?, La Nota Humana y Los rapititulares, eran las secciones que más sintonía tenían y, al mismo tiempo, las que mayor malestar provocaban en el gobierno.

Para redactar estas notas tenía que levantarme muy temprano, antes de las cinco de la mañana, porque el informativo empezaba a las seis y treinta. A esa misma hora recién se encendía el transmisor de cincuenta mil vatios de potencia, único en todo el país. ¡Qué diferencia! ¡Qué calidad de sonido! No había nada qué hacer, con este transmisor la radio era otra cosa.

Apenas el operador lanzaba la identificación: “Unión…La Radio” grabada con mi voz, todo el país paraba las orejas porque sabían que se venía el noticiero más completo y de mayor credibilidad. Carlos Alberto, Emerson y yo, en forma intercalada dábamos lectura a los rapititulares, que sintetizaba la relación de las principales noticias.

Hubo un tiempo en que entraron a trabajar Antonio Boza, Aldo Morzán y Alberto Cuya Rivera, de manera sucesiva. Todos ellos extraordinarios locutores que, a pesar de su corta permanencia, dejaron una huella imborrable en el “Diario de Unión”.

Otra característica del informativo fue la utilización del teléfono para la transmisión de las noticias de último minuto y la participación de una red de corresponsales distribuidos a lo largo y ancho del territorio nacional, a quienes se les escuchaba con su propio estilo, con sus dejos y modismos regionales y con absoluta libertad, hecho que no dejaba de preocupar al gobierno, porque quería controlarlo todo.

Fue cuando el noticiero alcanzó una sintonía envidiable. Pero el hecho de convertirnos en el medio de mayor credibilidad molestaba al gobierno. Seguramente si nos hubiéramos quedado en la mediocridad nadie se hubiera fijado en nosotros. No todo fue fácil. Las cosas se complicaron cuando me empezaron a entregar notas que de todas maneras se debían incluir en el informativo. No sabía quienes las escribían, llegaban así por que sí, con la indicación verbal de que eran “órdenes de arriba” En estas notas se atacaba a la oposición, a las instituciones independientes y a los dirigentes sindicales. Sin duda, los tentáculos del gobierno habían llegado a la radio. Y claro, cuando los gerentes o los dueños de los medios dicen que es una orden, si pues, es una orden, que hay que cumplir, o renunciar.

De hecho, sentí que oscuros intereses estaban metiendo sus manos en mis oficinas de redacción. Y cuando reclamaba nadie sabía nada. Esto me llegó hasta la coronilla cuando gente extraña a la planilla empezó a dar vueltas en las instalaciones, que incluso se permitía recibir llamadas telefónicas y entregar notas, todo con anuencia de la dirección.

En medio de esta tormenta, un día César Zúñiga, el jefe del departamento de grabaciones, me pidió hacer la locución de unos avisos para un nuevo patrocinador que ingresaba al informativo.

–Los clientes quieren estar solo en el informativo. La publicidad está aumentando. ¡Provecho maestro! – Bromeó.

En ese momento, ingresó a la cabina un sacerdote del templo de San Pedro que tenía un programa religioso. Al verme pensativo se acercó y dándome una palmada en el hombro me preguntó.

– ¿Tienes algún problema hijo?

– Y, quién no tiene problemas, Padre.

El sacerdote, entrenado para sacar los secretos más ocultos en el confesionario, no tuvo ningún problema de jalarme la lengua. Luego de escucharme se despidió. Pero, antes de irse me regaló una estampa con una oración que tenía relación con los problemas que me mortificaban.

A la semana siguiente el sacerdote volvió a visitarme, esta vez en mi oficina.

–Tengo el encargo de decirte que Monseñor Landázuri, desea hablar contigo. Te espera mañana a las cinco en el Arzobispado.

–Qué bien, Seguramente quiere una entrevista con motivo de la Semana Santa que se avecina. No es mala la idea.

–No sé hijo. Solo quiere que vayas. No olvides, a las cinco de la tarde. Y, por favor no se lo comentes a nadie.

Su recomendación me hizo pensar en mil cosas. Fue cuando recién me interesé en averiguar sobre el accionariado de la empresa. Supe que la iglesia, a través del Cardenal, había llegado a un acuerdo con el gobierno para que no le confisquen la radio.

El Cardenal Landázuri, era un hombre muy inteligente y, seguramente, el más enterado del país, porque tenía la más completa red de informantes, constituida por sacerdotes de todas las arquidiócesis, religiosas de todas las congregaciones, cursillistas de todas las parroquias, feligreses de todas las iglesias y padres de familia de los colegios religiosos.

Nada se le escapaba. No exagero si les digo que sabía más que el Presidente de lo que ocurría en el país, especialmente del clima de descontento que se vivía por los excesos que se cometían contra los opositores del régimen, de las desapariciones de personas, los juegos turbios de funcionarios y hasta de las intrigas en los cuarteles. Pero, al mismo tiempo, los miembros del gobierno sabían al dedillo todo lo que hacía el primado, porque todas las autoridades eclesiásticas estaban vigiladas y chuponeadas por los servicios de inteligencia.

El Chino Velasco le tenía mucho respeto al cardenal y hasta creo un poco de temor. Por eso cada vez que viajaba al Vaticano, llamado por el Papa Paulo VI, había preocupación en Palacio, porque los militares sabían del grado de religiosidad del pueblo peruano. Todo se le podía quitar al pueblo, sus tierras, sus dólares, sus empresas, pero no sus convicciones religiosas.

Y como la conferencia Episcopal ya había hecho conocer su preocupación por la confiscación de la prensa en un documento público, había cierto escozor en las esferas del gobierno.

El día de la cita, llegué veinte minutos antes y tuve que darme unas vueltas por los alrededores para entrar al arzobispado a la hora exacta. No tuve necesidad de anunciarme porque un sacerdote que se hallaba en la antesala, al verme, me hizo pasar directamente a las oficinas del Cardenal. Al verlo, me sorprendí por su estatura. Era tal como lo describía Sofocleto: Alto, distinguido, elegante y de nariz respingada. El apodo de “Grandázuri” le caía de perilla. Pensé.

Lo que no sabía era si besarle el anillo, como se estilaba, o simplemente darle la mano. Hasta que me acordé que mi abuela siempre decía que a los obispos se les besaba el anillo. Pero ya era tarde. El arzobispo no me dio tiempo para cumplir con aquellas recomendaciones porque, con una palmada en mi hombro, me invitó a tomar asiento.

Fue cuando se me vinieron por los suelos todas las ideas que tenía de ser un hombre duro y autoritario.

–Cómo estás hijo ¿Deseas servirte algo? No es necesario que uses la grabadora. Te hice llamar para hablar sobre tu trabajo.

Les confieso que después de aquella conversación que duró más de treinta minutos, salí realmente reconfortado, porque sentí que no estaba solo, que mi trabajo estaba yendo por el camino correcto y que debía seguir adelante. Entendí claramente que lo más inteligente era capear el mal temporal, y que debía seguir a pesar de todo, incluso de los celos de mis propios compañeros que veían en mí a un competidor y no a un compañero de trabajo.

En mi pequeña oficina de prensa, ubicada a un costado del auditorio, en aquel ambiente incómodo, sin adecuada ventilación, iluminada por un pálido fluorescente que encendía cuando podía, donde tenía una máquina de escribir que funcionaba como la carabina de Ambrosio, se hacía el informativo más sintonizado del país. Hasta allí llegaban todas las informaciones, los envíos de provincias, datos de informantes y hasta los chismes políticos, que por supuesto no se podían publicar. Cada día que pasaba, las noticias eran más candentes y las bolas políticas corrían a más velocidad.

Las manifestaciones estaban prohibidas, y los únicos mítines que la prefectura autorizaba eran de los grupos que apoyaban a la revolución. Los periodistas de la prensa confiscada, como autómatas tenían que cubrir estas reuniones por no quedarse haciendo crucigramas en las oficinas de redacción. Algunos ya se sentían incómodos porque solo podían escribir de acuerdo a los parámetros impuestos por el gobierno.

Hasta que los lectores poco a poco fueron perdiendo interés por estos medios oficialistas, al extremo que la gente ya no se arremolinaba delante de los quioscos como antes, para leer las primeras planas, porque las noticias y las fotos publicadas eran las mismas. Coincidían hasta en los titulares. Eso mismo ocurría con las radios intervenidas, daba la impresión que todas entraban en cadena a la hora de los informativos para transmitir las mismas noticias, los mismos comentarios y las mismas entrevistas, donde los invitados recorrían por todas las estaciones con los mismos argumentos en defensa de las acciones de gobierno. Lo único que las diferenciaba eran las voces de sus locutores.

Esto determinó que el informativo de radio Unión, con un tratamiento diferente de la noticia logre captar el interés de los oyentes. Con segmentos propios, como Los Rapititulares / Qué Pasa / la Nota Humana / y la intervención de corresponsales, así como las entrevistas, marcaban la diferencia con los otros informativos.

Entretanto, se acentuaba el desgaste del gobierno. Había malestar en la población, incluso entre la gente que apoyaba la revolución, porque las cosas no marchaban bien.

–Así no es la cosa. Vamos de mal en peor. Decían.

Hasta los simpatizantes del gobierno que acudían a los mítines con la expectativa de oír anuncios que los favorezcan, empezaron a decepcionarse con los repetitivos discursos revolucionarios que ya los conocían. Se retiraban desilusionados y con la cabeza gacha,, porque todo era un estribillo de lo mismo.

Empezaron a escasear los alimentos y campeaba la especulación. Se hacía cola para todo. El acaparamiento de los productos de primera necesidad era un dolor de cabeza para las amas de casa. Ante la escasez de gasolina el gobierno se vio en la necesidad de restringir la circulación de vehículos, estableciendo el uso de calcomanías. Se prohibió la tenencia de dólares, obligando a los jóvenes que estudiaban en el extranjero a pasar penurias.

Ya se veía venir una convulsión social o algo parecido.

Efectivamente, el 1 de diciembre del 74, cuando faltaban apenas 10 minutos para las doce de la noche, el Ministro de Guerra, General de División Edgardo Mercado Jarrín, el Ministro de Pesquería, General de División Javier Tantalean Vanini y el General de Brigada Guillermo Arbulú Galliani fueron objeto de un atentado criminal cuando retornaban a sus hogares en un carro conducido por Gilberto Neumann Terán. En plena avenida Javier Prado, a la altura del centro comercial Galax, fueron abaleados desde el interior de un auto marca Toyota, que se dio a la fuga.

Como consecuencia del atentado salieron heridos el Ministro de pesquería, por el impacto de una bala en el codo de su brazo derecho, y el general Arbulú por una esquirla en la sien izquierda.. Ambos fueron internados en el Hospital Militar.

En la madrugada del 3 de enero del 75, una bomba de fabricación casera estalló en la residencia del recién nombrado ministro de Marina, vicealmirante Guillermo Faura Gaig, destruyendo toda la fachada. También volaron en pedazos las lunas de las casas vecinas de la cuadra 15 de la avenida Pezet en San Isidro. Sin embargo, el atentado no evitó que Faura juramentara en palacio de Gobierno.

Haciéndose de la vista gorda, el Gobierno Revolucionario siguió tercamente en el camino de las confiscaciones y expropiaciones. El 23 de enero del 75 ordena la confiscación de la hacienda Marcahuasi, en Mollepata, Cusco a la que tuve la oportunidad de visitar en varias ocasiones. En medio de los vítores de cientos de campesinos el juez del Segundo Juzgado de Tierras de esa jurisdicción dijo que “así se liquidaba los últimos vestigios del gamonalismo” y ordenó la toma de las instalaciones, maquinarias y 575 hectáreas de tierras de alta productividad.

Días antes, se había ordenado la toma de las haciendas de Pincos y San Carlos, en Andahuaylas, Apurímmac, que también las conocía y sabía de los esfuerzos de sus propietarios para hacerlas producir. Lo propio ocurrió con las haciendas Ccapana en Quispicanchis y Huarán en Calca, Cusco.

Como consecuencia de la Reforma Agraria, en diez años se expropiaron 15,994 haciendas que hacían un total de 9 millones 520 mil hectáreas que fueron adjudicadas a las Cooperativas Agrarias, a las Sociedades Agrícolas de Interés Social y a las comunidades campesinas para que sean administradas por sus trabajadores. Fueron intervenidas las haciendas Cartavio, de propiedad de Grace y Cia. Casagrande de la familia Gisdemeister, Roma de la familia LLarco, Cayaltí de los Aspíllaga, Pomalca de la familia De la Piedra, Tumán de la familia Pardo, Laredo de la familia Chopitea, entre otras.

El gobierno llegó al extremo de prohibir la difusión del rock en inglés en todas las radioemisoras del país. Se adoptó el quechua como idioma oficial. Realmente daba risa cuando los canales de televisión saludaban en quechua a sus televidentes. En el colmo de la huachafería, América Televisión, en manos de Telecentro, la empresa estatal que tenía también bajo su control panamericana TV, cambio su identificación para llamarse “Tawa canal”.

Cada día los ideólogos de la revolución cometían estupidez y media. Todo lo querían regimentar, hasta el uso de la guayabera en el verano, para lo cual sacó una norma expresa. Mientras tanto, los diarios perdían credibilidad y lo único que se podía leer era Caretas, hasta que el 13 de junio del 74 fue clausurada por órdenes del ministerio del Interior y, su director Enrique Zileri Gibson, expatriado.

Luego de una tenaz lucha, la codirectora de la publicación Doris Gibson logra que la medida quede sin efecto.

La segunda vez que Zileri fue deportado fue por haber colocado la foto del General Armando Artola Azcárate en primera plana con el titular “¡Mamita…Artola!” expresión que revelaba una vinculación familiar nada santa con un conocido centro del placer. Cuatro miembros de la PIP se presentaron en el domicilio del periodista y lo sacaron a empellones.

En los cuarteles parecía que todo estaba tranquilo, sin embargo la procesión iba por dentro. El malestar en las fuerzas Armadas avanzaba soterradamente, pero ningún oficial se atrevía siquiera a deslizar la idea de relevar al Chino. Al contrario, a raíz de su enfermedad los medios confiscados lo habían convertido en un líder revolucionario insustituible. Los servicios de inteligencia redoblaron su vigilancia a los altos jefes militares para evitar que alguno de ellos, que ya comenzaba a fruncir el seño, se les escape de las manos. Claro, los dictadores siempre le temieron más a las asonadas castrenses que a las revueltas callejeras.

Lo que no podían evitar los revolucionarios era la renovación de los cuadros militares por límite de edad. Aunque, a los asesores del chino no les faltaba ganas de mandar al tacho el reglamento. No lo hicieron porque sabían que esto podía generar un total rechazo.

En ese inevitable proceso de renovación, el general Francisco Morales Bermúdez asume el cargo de Presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas. En tanto, los diarios confiscados seguían ensalzando la figura de Velasco. Es cuando me interesé a seguir los pasos del nuevo Presidente del Comando Conjunto, a través de los reporteros y los corresponsales de provincias que trabajaban para la radio, muchos de los cuales habían sido convocados por mí, lo que me permitía cierta confianza. El seguimiento periodístico se hizo porque había recibido una información en el sentido que Morales tenía ideas distintas a las de los ideólogos de la revolución.

En aquellos difíciles días del primer semestre del 75, en la capital se vivía una gran incertidumbre política y una amenaza callejera, por el descontento de las masas. Y en medio de ese borrascoso panorama recibo una llamada telefónica de uno de los corresponsales.

Mery Mur, la secretaria administrativa de la radio que se caracterizaba por mantener siempre un carácter alegre, por más que sus penas le carcomían el alma, disfrutaba con las ocurrencias de Carlos Alberto Sosa en su oficina, y me llamó…

–Teléfono, es el corresponsal de Arequipa. ¿Pasa algo? Cuéntame, estoy segura que sabes algo.

–No, Mery, nada.

–Dios mío, a ti no se te puede sacar nada. Ya me enteraré por otro lado.

–Aló campeón, ¿Qué pasa al pie del Misti? – Le pregunté.

–El Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas se encuentra de visita.

– ¿Hay algo especial? ¿Dio alguna declaración?

–No, no, nada. Pero…

– ¿Sabes algo?

–No, no, nada.

– ¿Que hace el General Morales allá, cuando las papas queman en Lima?

–Asistirá a la ceremonia de la instalación del Comité de Desarrollo Regional de Arequipa (CORDEA) que preside el Gral. Luis La Vera Velarde

–Eso me parece un pretexto. Debe haber algo más. Bueno, no olvides enviarnos tofees de La Ibérica.

– Espero que estés pronto por aquí para invitarte un chupe de camarones y un cuy chactado.

–Abusivo. Y me lo dices justo a la hora del almuerzo.

A los treinta minutos, la oficina central de informaciones emitía un adelanto vía télex dando cuenta que, en efecto, el General Morales estaba en Arequipa cumpliendo un viaje rutinario de inspección a esa importante Región Militar y asistir a la instalación de CORDEA.

La nota decía asimismo que Morales había declarado que Lima sería sede de una reunión de altos jefes de las Fuerzas Armadas de Perú, Chile y Bolivia. Con esta última noticia, el informe del corresponsal dejó de ser una primicia. Sonreí, porque era una muestra que los chicos de la oficina central de informaciones no querían que se les adelante nadie.

Al día siguiente, nuevamente llamó el corresponsal para dar a conocer que además del General Morales, integraban la delegación otros altos mandos militares, entre ellos el General José Villalobos Vigil, a quien lo conocí cuando se desempeñaba como Jefe de la Cuarta Región Militar, con sede en Cusco.

El General Villalobos se había convertido en brazo derecho del nuevo Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas. Lo que me llamó la atención fue que la oficina Central de Informaciones en sus boletines no daba cuenta de la presencia de los otros oficiales, en la gira. Tampoco se decía que iban hasta Tacna. Al parecer no se le quería dar mucha importancia a esta visita para no levantar la figura del General Morales porque cada vez se hablaba más en las calles de un posible relevo del Chino como consecuencia de su estado de salud, por más que la televisión cautiva se esmeraba en presentarlo lleno de vitalidad, sentado en el despacho presidencial y delante del gigantesco cuadro de Túpac Amaru. Pero la gente lo veía de otra manera, un tanto demacrado, agotado y haciendo esfuerzos supremos para mantenerse en pie.

Hasta que llegó la hora de la verdad.

Los altos mandos castrenses reunidos en el Cuartel General de la región militar de Tacna en estricta reserva pusieron sobre el tapete el tema de la salida de Velasco. Esto corroboraba las sospechas que la gira al sur no fue solo de rutina, sino con otros propósitos políticos importantes. Según me enteré, en la reunión hubo dudas, marchas y contramarchas y fue el general Artemio García quien cuadró a Morales instándolo a asumir su responsabilidad institucional, asegurándole que tenía el apoyo de todo su comando.

Esa noche, se discutió todos los detalles del golpe con una precisión matemática, incluso en el mensaje a Pinochet para que no piense que ese alzamiento era contra Chile. En Lima, sin sospechar nada, Velasco inauguraba la conferencia de Cancilleres de los Países no Alineados, en el Centro de Convenciones del Hotel Crillón, con la asistencia de los titulares de trece países.

–“En todos los confines del planeta se afianza la autodeterminación de los pueblos y la lucha contra todas las formas de dominio extranjero. ¿Vamos, acaso, a comportarnos a la usanza de las viejas potencias que hasta ayer nomás nos mantuvieron sojuzgados? Se preguntó el chino en una parte de su discurso.

En esta misma cita sugirió la creación de un fondo financiero para el Tercer Mundo, dedicado exclusivamente a la producción de alimentos. La propuesta fue acogida por los cancilleres asistentes con recelo y solo quedó en la reflexión. La presencia de Velasco fue un mensaje más para el consumo interno que para el exterior, para echar por tierra los chismes sobre el agravamiento de su salud.

Al día siguiente, el 28 de agosto, Tacna celebraba el 46 Aniversario de su reincorporación al suelo patrio. En el gran desfile de la bandera, Morales Bermúdez y su estado mayor marcharon en medio de vítores y una lluvia de confetis.

Luego de esta magnífica fiesta cívica, todos los militares, reunidos en el cuartel general, se sentían reconfortados y con el civismo al tope.

La euforia llegó a su clímax después de los primeros brindis. Los aplausos y gritos se sucedían mientras los tragos iban y venían, elevando aún más el ego militar. En ese momento se anunció a los asistentes de confianza la decisión que habían tomado los altos mandos castrenses. Los vítores se prolongaron como una muestra de total adhesión.

Se había pensado en todo los detalles, menos en el medio de comunicación por donde transmitir el manifiesto, porque todos, absolutamente todos, radio, televisión y prensa, estaban bajo el control absoluto de la oficina Central de Informaciones y de la secretaría de prensa de la Presidencia de la República y quien mandaba ahí era nada menos que el todopoderoso Augusto Zimmerman, el zar de las comunicaciones quien, con solo batir en el aire su dedo índice, podía evitar que se difunda el documento.

–No habíamos pensado en eso. Es verdad, todo está controlado. El flaco tiene metida a su gente en todos los medios.

–Menos en uno – Dijo el General Villalobos – ¡Radio Unión!

– ¿Y, quién se atrevería a transmitirlo?

– ¡Yo sé quien! –Afirmó el general Villalobos. Un periodista que lo conozco desde Cusco, pero nuestras relaciones no andan muy bien que digamos.

En ese tiempo yo no tenía teléfono en mi departamento ubicado en la calle Apukontiki de Monterrico, hoy Av. La Encalada. Y la única forma de comunicarse conmigo era a través del teléfono de la radio. Pero, como ellos sabían que esta línea estaba intervenida, optaron por llamar al teléfono de un familiar que vivía cerca de mi domicilio. Mi tío Jorge me buscó de inmediato para comunicarme que habían llamado de Tacna y tenía el encargo de decirme que espere una llamada urgente, en una hora.

De acuerdo a lo convenido, esperé la llamada.

– Aló…

–Le habla el Gral. Villalobos. Espero que haya olvidado lo que pasó en la conferencia de prensa de Cusco, reconozco que fue un exceso. Nunca hubo intención de hacerle daño. El motivo de mi llamada es para comunicarle que le tenemos una primicia que quisiéramos que se transmita mañana en el informativo. Para esto le pido guardar reserva.

– ¿Podría decirme de qué se trata?

–Es una medida de interés nacional.

– ¿Se convocará a elecciones? ¿Se devolverán los diarios a sus dueños?

–No quiero adelantarle nada, pero estoy seguro que será algo tan importante como la solución a estos temas que le preocupan. Hemos escogido su informativo, no solamente por el alcance nacional que tiene, sino por su credibilidad.

–General ¿La primicia la tendremos solo nosotros?

–Le aseguro que así será. Trataré de ubicar a su corresponsal para hacer las coordinaciones pertinentes. Le pido una vez más mantener nuestra conversación en reserva. Hasta pronto.

Al día siguiente, salí de mi casa a las cinco de la mañana, conduciendo mi vieja camioneta Opel modelo Caravan. La pista de la avenida Angamos estaba desolada. Nunca había deseado tanto fumarme un cigarrillo mientras trataba de recordar las noticias que las había visto por televisión la noche anterior, para destacarlas en los rapititulares. Fue cuando mis pensamientos se centraron en la llamada del General Villalobos.

–Ojala sea algo interesante que rompa la rutina de esta aburrida semana – Pensé.

A la altura de Surquillo, no había muchos transeúntes, lo que me permitió entrar a la rampa que da al zanjón con cierta velocidad. Los únicos que circulaban, eran los carretilleros que abastecían de productos al mercado de Surquillo, una pareja de viejitos que madrugaba para oír la misa de seis, y dos vendedores de diarios que llevaban en las parrillas de sus bicicletas una ruma de periódicos para colgarlos en sus puestos de venta.

Los minutos avanzaban y mi vieja Opel echaba humo por la aceleración que le imprimía en el zanjón. Al llegar a la avenida Abancay, la estacioné al costado de la biblioteca Nacional. Ahí también aparcaba su auto Carlos Alberto Sosa. Había que tener suerte para lograr un sitio lo más cerca posible para poder vigilar nuestros carros desde las ventanas de la radio. A Carlos Alberto le encantaba lanzar de rato en rato un peculiar silbido parecido al pito de un policía para desalentar a los cacos que daban vueltas por la zona.

La puerta principal del edificio, donde funcionaban los estudios, daba a la avenida Abancay, aún permanecía cerrada. Por esa razón, quienes trabajábamos en el informativo, ingresábamos por la puerta de emergencia. El encargado de abrirla era el cuidante, pero cuando este salía a buscar los diarios de la mañana, lo reemplazaba el operador quien la abría mediante un artesanal mecanismo que se había ideado para no bajar cuatro pisos, el mismo que consistía en jalar una cuerda que la tenía atada al pestillo de la chapa.

Apenas llegué a mi oficina hice correr la máquina de escribir al máximo de velocidad que podían mis dedos, para ganarle tiempo al tiempo. Emerson y Carlos Alberto, ya estaban en la cabina esperando el material de lectura. El reloj seguía corriendo, el operador ponía los últimos comerciales y acomodaba los cartuchos con las características de la presentación. Le picaban las manos para empezar el programa más sintonizado de la radio y bromeaba mientras hacía calistenia, levantando los brazos y moviendo el torso para terminar de despertar porque, como sucedía con todos los integrantes del informativo, sentía que las noches parecías más cortas.

Y cuando apenas faltaban escasos segundos para el inicio del programa, ingresé a la cabina portando una ruma de papeles, los diarios y el guión para que el operador prepare las grabaciones de las entrevistas. Apenas me vio, automáticamente puso la identificación de la radio y, con una precisión extraordinaria, empalmó la presentación. Casi al vuelo empecé a entregarles el material a mis compañeros de locución, en primer lugar las carillas con los rapititulares, como si estuviera distribuyendo naipes. Ni siquiera estaban revisados porque confiaba en la experiencia de mis compañeros. Eran tan buenos que no se equivocaban en una sola coma. Y ellos, también confiaban en que los textos estaban bien redactados, salvo algún error de tipeo que lo corregían en plena transmisión.

Como los tres teníamos experiencia y voces del mismo nivel, nos entendíamos a la perfección. Seguramente por eso se pudo hacer el informativo más dinámico, entretenido y de gran sintonía a nivel nacional. Había variedad, elegancia y un buen trato a la noticia. Cuidábamos que nuestra lectura sea clara, debidamente vocalizada, con una intencionalidad natural que hacía vivir la noticia. No permitíamos las “mermeladas” (Notas de favor) ni las noticias sin confirmar porque todos éramos conscientes de nuestra responsabilidad profesional. En “El diario de Unión” se trabajaba con una firme vocación de servicio, a veces hasta pasando dificultades económicas porque no priorizábamos nuestro sueldo al trabajo.

Aquel día, en la cabina había un movimiento extraordinario de invitados y empleados que entraban y salían, comunicándose más con mímicas que palabras, porque a Carlos Alberto le molestaba hasta el vuelo de una mosca cuando los micrófonos estaban abiertos. Entre las siete y las ocho de la mañana la sintonía se elevaba hasta la estratosfera porque en ese horario se concentraba lo mejor del material informativo y se transmitía la hora oficial dada por la Marina de Guerra del Perú, “con la aproximación de un milésimo de segundo” como decía el locutor de la Armada, dato muy importante para ajustar los relojes.

De pronto sonó el teléfono y el operador del control maestro, comenzó a hacerme señas para que responda la llamada. En ese momento, coincidentemente, me tocaba leer la sección “¿Qué Pasa?”, la más sintonizada del informativo, y tuve que hacerle una seña para que me espere. Pero este no aguantó más y se acercó a la cabina para decirme al oído:

–Es el corresponsal de Tacna dice que tu sabes que la llamada es ¡recontra urgente!

Ante semejante afirmación no me quedó otra cosa que salir volando.

–Aló.

–Soy el corresponsal de Tacna, el General Villalobos quiere hablar contigo…

–Espera. Regreso al micrófono y te doy el pase para que tú lo presentes.

–No, mejor hazlo tú.

–Bueno. Está bien, dale el fono.

En la cabina, mis compañeros no dejaron de sorprenderse por todo el jaleo que armaba. Para calmar su mortificación, bajando la voz les dije…

–Parece que tenemos una bomba ¡Una primicia más grande que la catedral!

Y sin darme tiempo a darles mayores explicaciones el operador abrió el micrófono y me dio la indicación para hablar…

–Señoras y señores, ahora, nos trasladamos a la ciudad de Tacna donde se encuentra el General José Villalobos Vigil, Secretario General del Primer Ministro y Ministro de Guerra para dar lectura a un manifiesto a la nación…

“Buenos días. Manifiesto al País de los Comandantes Generales de las Regiones Militares:

Compatriotas…Los peruanos que deseamos una Patria Libre en la que se realicen tanto los individuos como personas, así como la sociedad peruana en pleno, nos pronunciamos revolucionariamente para eliminar los personalismos y las desviaciones que nuestro proceso viene sufriendo por quienes se equivocaron y no valoraron el exacto sentir revolucionario de todos los peruanos. Confiamos en que la dirección que el señor General de División EP Don Francisco Morales Bermúdez Cerrutti, imprima al nuevo Gobierno Peruano concretice las justas aspiraciones del Pueblo, la Fuerza Armada y Fuerza policiales del Perú.

Tacna, 29 de agosto de 1975.

Firmado: Comandantes Generales de la Primera, Segunda, Tercera, Cuarta y Quinta Regiones Militares, con la adhesión de los otros Institutos de la Fuerza Armada y Fuerzas Policiales”.

Mientras el General Villalobos leía el Manifiesto, en la cabina, todos enmudecieron. Carlos Alberto y Emerson me miraban desconcertados sin saber qué hacer. Los empleados que llegaban en ese momento se arremolinaron en derredor del viejo receptor que servía de monitor, mientras el teléfono comenzó a sonar insistentemente. El operador que rato antes había recibido una llamada donde lo insultaron a su regalado gusto, ya no quería responder, prefirió pasarle el fono a la secretaria Dorita Araoz. Y como si el fono quemara se lo pasó a su compañera Mery. Y luego de hablar se puso más pálida que una cera, como si hubiera visto al demonio y gritó…

– ¡Dios mío! El presidente del directorio está que echa chispas. Dice que paren todo, ¡Es una orden! ¿No entienden? ¡Paren!

Como nunca, hasta el Ing. Adolfo Tellería, encargado del mantenimiento técnico de los equipos, un excelente profesional y un caballero a carta cabal que muy pocas veces perdía la paciencia, estaba que iba de un lado a otro, tratando de comunicarse con el Sr. Aráoz, encargado de custodiar los equipos de la planta de Lurín. Pero en momentos que estaba por levantar el fono una vez más, entró otra llamada y luego de quedarse mudo colgó.

–Te jodiste amiguito, otra vez llamó el director. Ha ordenado que pares todo. Dice que esto es sumamente grave y que lo esperes porque quiere hablar contigo – Me dijo.

Al escucharlo, los empleados que se habían reunido en la cabina, se retiraron asustados a sus puestos de trabajo. Solo Carlos Alberto y Emerson se quedaron en la cabina de locución para seguir leyendo noticias menos trascendentes, mientras yo tuve que ponerme al pie del teléfono para responder las llamadas telefónicas de las agencias de noticias y los jefes de informaciones de los medios escritos y televisivos.

Estaba todo claro, se había producido un terremoto político en la ciudad, con consecuencias impredecibles.

Pero el alboroto más grande estaba en Palacio de Gobierno. Allí, nadie podía creer lo que estaba sucediendo en Tacna. Augusto Zimmerman, desesperado empezó a llamar a cuanto funcionario pudo, muchos todavía estaban en pijamas. Los conductores de vehículos que en ese momento escuchaban la radio igualmente estaban perplejos sin poder moverse por el infernal atolladero que se había producido en el transito. El zanjón era un caos. Todos estaban en la sintonía de radio Unión esperando nuevas noticias. Entretanto, la tensión subía al máximo en las instalaciones de la radio. En ese momento ingresó uno de los jefes administrativos muy cercano a la gerencia, se le notaba totalmente desencajado y con la palidez de un difunto.

–Esto nos puede costar la clausura de la radio. Dicen que el Chino no saldrá de Palacio, porque tiene el apoyo de la tropa y del pueblo. ¿No habrás metido la pata? – Me preguntó.

–Este es un hecho que no podemos ocultar. Yo solo cumplí con la misión de informar.

–Tú no sabes con quienes te estás metiendo. Los hombres fieles a Velasco son capaces de todo.

Las personas que no habían oído la noticia, trataban de comunicarse con la radio provocando una terrible congestión en la central. En realidad la congestión era en toda la compañía. Había una gran incertidumbre. Unos decían que eso era un golpe de estado, otros dudaban que tan fácilmente hubiera caído el Chino. Ante la lluvia de llamadas, redacté una pequeña nota dando cuenta de manera objetiva del manifiesto relevando al presidente y un titular para el cierre de las noticias, confirmando la primicia lanzada desde Tacna. Las agencias noticiosas recién comenzaron a transmitir a todo el mundo, lo que se había propalado a través de la radio.

Los servicios de inteligencia trataban una vez más de corroborar la noticia, mientras el jefe de prensa de palacio, se comunicaba con el jefe seguridad del Estado para que proceda con la captura de los involucrados con la transmisión del manifiesto.

Los minutos pasaban. A las 8 y 30 de la mañana, antes que llegaran los agentes del gobierno, se transmitió el último rapititular, donde se repetía la primicia. Cuando los agentes ingresaron a la radio, ya había terminado el informativo y, yo, alertado por una llamada telefónica, me dirigí hacia la calle lateral del edificio por las escaleras de emergencia. Desde allí observé mi carro estacionado al costado de la biblioteca Nacional rodeado por tres personas vestidas de terno oscuro y corbatas rojas. Era muy fácil darse cuenta que no eran ambulantes, ni malandrines, sino agentes de seguridad del estado.

Fue cuando recordé que por una calle posterior, había una entrada al convento de las monjas propietarias del edificio donde funcionaba la radio. Las conocía porque siempre iban a las oficinas para dejar los recibos de alquiler y, de paso, nos pedían la difusión de sus ceremonias religiosas o avisos de servicio público solicitando sangre, medicamentos o donaciones para algún menesteroso en apuros. Sin pensarlo dos veces, toqué la puerta y pregunté por la Superiora.

–La Madre Inés no está. Ah, es usted, pase, pase por favor, la Superiora no está, pero sí la Madre María.

Lo primero que hice, después de explicar mi situación, fue solicitarles una radio para estar al tanto del desarrollo de los acontecimientos.

Antes de las once de la mañana la cosa estaba más clara, los medios controlados por el Gobierno comenzaron a difundir los comunicados oficiales de los Ministerios de Marina, Aviación y de la segunda Región Militar. Este último era muy importante porque era la institución clave para la toma de palacio, en cuya jefatura se hallaba nada menos que el General Leonidas Rodríguez Figueroa, considerado como el militar de izquierda más leal a Velasco.

En el comunicado de los tres ministerios se daba a conocer “el decidido apoyo al General Morales Bermúdez, para que asuma la Jefatura del Gobierno”.

No había nada qué hacer, el golpe se había consumado.

Rodríguez Figueroa, hombre clave para el éxito o fracaso del golpe, divulgó un segundo comunicado poniendo en conocimiento de la ciudadanía “que las actividades del país se desenvolvían normalmente y el abastecimiento de artículos de primera necesidad estaba garantizado. Se apela a la serenidad y a la cordura de la ciudadanía para que efectúen sus actividades en forma normal”. Concluía el comunicado número 21 de la SRM.

De esta manera, nada pudo evitar la salida de Velasco de palacio de Gobierno, ni siquiera los desesperados llamados que hizo el SINAMOS a los habitantes de los pueblos jóvenes, para que se concentraran en la plaza de armas en defensa de la revolución.

Jugando su última carta, a las diez de la mañana Velasco convocó a una urgente reunión de su Consejo de Ministros. La cita fue tensa, tratando de buscar una salida, “incluso con el uso de las armas”, con tal de hacer fracasar la rebelión. En algunos momentos uno de los ministros llegó a alzar la voz contra los traidores, a quienes se les trató de “felones”.

A las 4 de la tarde, los ministros abandonaban palacio de gobierno, por la puerta que da a Desamparados. Y a las 18.12 horas Velasco salía en silla de ruedas por la misma puerta, acompañado por su esposa y el jefe de la casa militar Enrique Ibáñez Burga. Al día siguiente, 30 de agosto de 1975, los relojes marcaban las 17.35 horas en el Salón 3 de octubre de palacio de Gobierno instante en que el General Francisco Morales Bermúdez juramentaba como nuevo presidente ante el General Oscar Vargas Prieto, Comandante General del Ejército.

Cuando Velasco salió de Palacio no había nadie para decirle: “Chino, contigo hasta la muerte” como acostumbraban gritarle en cada mitin que organizaba el SINAMOS. Al contrario, muchos salieron a las calles para auparse al nuevo gobierno. Los funcionarios públicos, muertos de miedo, se callaron en todos los idiomas. Y hasta los mandos militares, que hasta un día antes le prometían fidelidad, no tardaron en reconocer a Morales como nuevo Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas.

Tras comprobar que los agentes de Seguridad del Estado se habían retirado del lugar donde estaba estacionada mi vieja camioneta Opel, salí del convento y me fui a mi casa para seguir desde allí los acontecimientos. Cuando mi esposa y mis dos menores hijos retornaron del Colegio, ella lo primero que me preguntó fue cómo me había ido porque en el colegio donde laboraba no habían hecho otra cosa que comentar sobre el golpe, noticia que según le dijeron la habían escuchado por radio Unión. Yo, como restándole importancia al asunto, para no darle ninguna preocupación, no abundé en mayores detalles.

Finalmente, mi hijo fue quien se encargó de cambiar de conversación contándome muy entusiasmado el triunfo de su equipo, por 3 goles a 1, al de Cuarto de primaria.

–Te felicito. Y, ahora niños, ¡a comer! Uyuyuy ¿Qué delicia nos habrá preparado vuestra mamá?

–Papi, ¿Este fin de semana iremos a pasear a Cieneguilla?

–Pero, con una condición, que traigas buenas notas.

–Eso no vale. Tú nos prometiste.

–Está bien, está bien. Ahora solo quiero descansar, y espero que mañana sea…un día diferente.

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