El día que se apagó la radio

Nunca la había visto tan apenada a mi madre como el día en que el médico le comunicó que mi padre padecía de una enfermedad irreparable y, para colmo, con una serie de complicaciones.

Yo apenas era un niño cuando escuché por casualidad aquella desgaradora conversación, seguramente por eso no sopesé la gravedad del drama que se vivía en mi casa, sin embargo que, desde días antes empecé a sospechar que aquella enfermedad no era un simple resfriado, tal como se empeñaban en hacerme creer algunos familiares cercanos, seguramente por no lastimarme.

Pero, ¿cómo no iba a sospechar que algo terrible le estaba ocurriendo si lo veía más en la cama que en pie y su única distracción era escuchar radio? A veces ya no tenía ni fuerzas para hacer girar la perilla, ni ganas para soportar las interferencias en los días nublados, donde era más fácil encontrar una aguja en un pajar que una estación en el dial.

Ese era el momento en que yo acudía para ayudarlo a buscar alguna emisora que lo mantenga entretenido y le haga olvidar los terribles dolores que le producía la enfermedad.

Eran los años de la guerra fría, otra de las cosas que tampoco entendía porque todos decían que las fricciones entre la Unión Soviética y los Estados Unidos estaban que ardían ¿por qué entonces la llamaban guerra fría? Me preguntaba.

–Papá ¿Por qué se odian tanto los soviéticos y los norteamericanos?

–Porque ambos quieren dominar el mundo. Están que se pelean por repartirse el planeta en tajadas, como si fuera una torta. Cuando tengas más edad comprenderás mejor todo lo que está pasando. A propósito, ya viene tu cumpleaños.

– Y ¿para esa fecha te pondrás bien?

–Por supuesto. Esa fiesta no me la puedo perder.

Lamentablemente no fue así, porque en la madrugada del 22 de diciembre, cuando faltaban apenas dos días para la Navidad y menos de dos meses para celebrar mi cumpleaños, mi padre falleció.

Recuerdo que, aquel día, desperté con los gritos de mi madre. La mañana aún estaba oscura y me pareció que hasta el sol se había demorado en salir. La casa estaba silenciosa. Aterrorizado corrí a su habitación donde la hallé sumida en un profundo dolor. El médico de la familia, con visibles signos de haber pasado la noche en vela, guardaba su estetoscopio en el maletín y, sin decir palabra alguna, se despidió de mi madre dándole unas palmadas en el hombro.

No sabía lo que estaba pasando, menos lo que era la muerte porque nunca había experimentado nada parecido en mi familia. Claro, tenía solo una idea vaga de este terrible final al que inevitablemente todos los seres vivientes llegaremos algún día. Fue cuando era más niño y observé en la casa de campo de mis abuelos que un pollito había amanecido sin poder moverse y me dijeron que se había muerto porque no pudo resistir el frío de la noche. Pero, jamás imaginé que algo parecido le podía ocurrir a mi padre.

Viéndolo en ese estado, inmóvil y sin aliento, con sus manos entrelazadas y recostadas sobre su pecho, sufrí mucho y más aún con el inmenso dolor que la afectaba a mi madre.

Confundido y herido en el alma, me acerqué en silencio, y por última vez toqué el cuerpo inerme de aquel ser que me había dado la vida y todo aquello que me hacía feliz. Al verlo con los ojos cerrados pensé por un momento que se había quedado dormido escuchando la radio, como tantas veces. Me quedé frente a él deseando fervientemente que al sentir mi presencia se pudiera despertar. Pero no fue así.

Y al ver que el radio estaba apagado, igual que mi padre, me fui corriendo a mi habitación para arrojarme sobre mi cama donde me eché a llorar desconsoladamente. Fue cuando mi madre, sobreponiéndose a su propia nostalgia, me estrechó entre sus brazos para consolarme. En ese momento se aparecieron Marina y Ramiro, mis hermanos menores, que también se habían despertado con los ruidos y los tres nos acurrucamos en su regazo. Con la voz entrecortada y los ojos humedecidos por las lágrimas, mi acongojada madre, nos explicó que nuestro padre se había quedado dormido para siempre.

Aquel desgarrador cuadro se agravó con la llegada de familiares y amigos más cercanos porque cada uno traía una nueva carga emocional que la volcaban en cada abrazo que nos daban. De pronto, a lo lejos se empezó a escuchar el tañido de las campanas de la iglesia de la Virgen del Rasario, con el tradicional «repique de la agonía», anunciando que mi padre había fallecido.

Al oír tan lastimero sonido, algunas damas que caminaban por las calles desoladas de Abancvay se santiguaban, mientras los ancianos se ponían a rezar en silencio, seguramente agradeciendo “al altísimo” de no haber sido ellos los alcanzados por la guadaña de la muerte.

–Hay vida que te has de acabar, plata que te has de quedar – Murmuraban entre ellos, mirando el cielo..

El repique de campanas desató una gran curiosidad por saber quién era el fallecido. Pero, a medida que pasaban los minutos, los mismos vecinos se encargaron de pasarse la voz. Y, antes del medio día, ya todos estaban enterados que se trataba de mi padre.

Sin embargo, para mi madre y mis tíos eso no era suficiente. Por eso, ese mismo día se mandó imprimir esquelas en la imprenta de don Lino Ismodes para invitar a las exequias. Las participaciones estaban hechas en cartulinas blancas con bordes negros y el símbolo de la cruz impreso en el centro. Mi tía Esther, que se distinguía por ser una buena profesora y de excelente caligrafía, como todas las docentes de aquellos tiempos, fue la encargada de rotular los sobres en letras góticas, tarea que le demoró varias horas. Y, según las iba rotulando, se iban repartiendo casa por casa.

Fue cuando empezaron a llegar los primeros aparatos florares hechos con hojas de níspero, calas y rosas blancas, en los que se hallaban adheridas tarjetas de gran tamaño con bordes negros, destacando los nombres de sus remitentes. Igualmente, comenzaron a llegar decenas de coronas de caridad de distintos tamaños que se prendían con alfileres en unas franjas de telas negras colocadas de antemano en las paredes laterales del velatorio. Mi madre me explicó que era una forma de contribuir con las obras de la Sociedad de Beneficencia Pública.

Los entierros en Abancay se hacían de acuerdo a la tradición. Y los encargados de vigilar que el protocolo se cumpla al pie de la letra eran los vecinos más antiguos, quienes no solo establecían los turnos para cargar el ataúd y los puntos de descanso, sino también el orden de los discursos. En ese tiempo no había velatorios públicos. Eso hubiera sido una ofensa a la memoria del muerto. La capilla ardiente se armaba en la casa del fallecido, donde era velado toda la noche. Y para que los invitados no se duerman se les atendía con café cargado y tragos fuertes, generalmente pisco y cinzano, así como ponches de almendra y guinda, cuidando siempre que las tazas de los caballeros estén “más cargaditas” de licor.

Al día siguiente salía el cortejo, siempre en la tarde, nunca en la mañana.

Cuando el féretro avanzaba por la avenida Díaz Bárcenas se aparecieron dos plañideras ocultando sus rostros bajo sus mantones negros y, disimuladamente, se confundieron entre la gente para luego ubicarse a un costado. Desde allí lanzaban de rato en rato sus desgarradores lamentos que ahondaban el sufrimiento de los concurrentes.

Por supuesto que no faltaron gestos de malestar de algunas señoras encopetadas que no soportaban aquellos gemidos. No querían verlas ni en pintura porque, según ellas, era una costumbre pueblerina. ¿Quién las entendía? Sin embargo, cuando faltaban las lloronas, los entierros parecían vacíos, sin la expresión de lo fúnebre, un cortejo opaco, como las procesiones sin banda.

Haciendo caso omiso a esas miradas de reojo, las plañideras siguieron llorando, no se si con más sentimiento pero sí con más fuerza, al extremo que el cura se desgañitaba cruzando su índice derecho contra sus labios y lanzando un Shissst para que se callaran porque justo intervenían cuando él estaba por dar el responso.

Nadie sabía quién las había contratado, pero se suponía que fue mi abuela Adelina, una dama respetuosa de las costumbres de su tierra. A mi madre tampoco le molestaba esto, al contrario, con un leve movimiento de cabeza, evitó que algunos mortificados concurrentes las sacaran por la fuerza.

– ¿Dios mío por qué te lo has llevado? Se preguntaban las plañideras, y lloraban.

– ¡Si apenas tenía 33 años! Y, seguían llorando.

Parecía tan real su lamento que algunas damas las seguían en su congoja, con la única diferencia que ellas, sí sentían pena. Otras damas, en cambio, para zafarse del nudo que se les hacía en la garganta, por el nerviosismo, comentaban…

–33 años. Por algo dirán es la edad más peligrosa.

–Claro, a esa edad también murió Jesús.

–Con razón antenoche soñé con carne.

–Yo, escuché el canto de una paccpaca (lechuza).

– ¡Eso si que es muerte segura!

Los agricultores que habían recibido ayuda de la oficina departamental del Ministerio de Agricultura, por gestión de mi padre, también acompañaban el féretro pero, a cierta distancia, como si temieran que los rechacen solo por el hecho de ser campesinos. Mi madre, al notar aquel detalle les hizo una indicación con la mano para que se acercaran más, pero ellos le respondieron con un gesto, dándole a entender que no se preocupara. Claro, allí donde estaban se sentían cómodos porque de rato en rato podían apurar un copetín y disimuladamente hacer circular la botella de aguardiente de caña. El olorcito a trago era tan fuerte que llegaba a las narices del cura haciéndole fruncir la nariz. Con la mirada trataba de averiguar de dónde provenía tan tentadora fragancia, sin dejar de relamerse los labios porque ganas no le faltaban. Claro que por respeto al santo oficio tenía que guardar las formas.

Los entierros eran una buena ocasión para recordar algunas creencias y supersticiones. Se decía por ejemplo que cuando ingresaba un Taparaco a una casa era signo de mal augurio. Si revoloteaba una libélula cerca era porque estaba por llegar el cartero y si entraba a la vivienda era porque iba a llegar una visita. El olor a zorrino anunciaba una desgracia. Si de pronto se aparecía una pequeña araña conocida como cusi-cusi, era signo de buena suerte. Y cuando ingresaba una apasanca se decía que iba a llover. Por supuesto que la tarántula no era nada tonta, solo se protegía de lo que más la aterraba, la lluvia, por eso apenas caían las primeras gotas buscaba guarecerse en cualquier lugar, y qué mejor si lo hacía dentro de una casa abrigadita.

En los entierros, suceden cosas increíbles. Gente a quien no se la ve por años, aparece, no sabemos si para darle el último adiós al difunto o solo por reencontrarse con los viejos amigos. Tampoco faltan aquellos personajes que se creen chistosos y empiezan a dar rienda suelta a una retahíla de chuscadas que solo provocan risas forzadas, que a la distancia no se sabe si sus acompañantes están riendo o están pujando.

En el entierro de mi padre, por fortuna, no había nadie que quería pasarse de payaso. Todos estaban muy apenados cumpliendo con el sagrado deber de darle el último adiós al amigo y enterrarlo cristianamente. Las damas iban vestidas de luto estricto, con un velo negro que les cubría el rostro, y los caballeros de terno oscuro.

De rato en rato yo bajaba del vehículo que me transportaba para ponerme al lado de mi madre y asirme fuertemente de su brazo porque tenía una sensación de frío a pesar del intenso calor que reinaba en el ambiente. La gente, cada vez que pasaba por mi lado me consolaba acariciándome la cabeza sin decirme una sola palabra. Por momentos pensaba que todo lo que estaba ocurriendo no era otra cosa que una representación teatral, como las que se protagonizaban en las actuaciones de mi colegio y que al final todo iba a terminar como en el teatro, donde los actores que representan a vivos y muertos, volverían a la realidad.

Después de pasar por el puente Condebamba y subir lentamente por una empinada cuesta, camino al cementerio, el cortejo hizo una parada en la última curva para permitir que los cargadores descansen, hecho que fue aprovechado por el sacerdote para dar un responso más. Claro, esta vez tuvo la precaución de pedirles a las plañideras que guarden silencio. Y como lo hizo de buena manera, ellas se quedaron calladas. De quienes sí no se libró el cura fue de las vendedoras de flores que empezaron a ofreceral paso ramos de geranios, calas y rosas.

Unos metros más arriba, una vendedora de chicha blanca, empezó a llenar los vasos. Esta es la bebida clásica de Abancay ideal para mitigar la sed y renovar las energías de grandes y chicos porque está hecha de quinua, castañas, maíz blanco, maní, azúcar blanca y aromatizada con un tallito de toronjil y durazno.

Para sacarle más espuma, la vendedora vertía el líquido de un vaso a otro con una habilidad fantástica, de esa manera el caporal que llegaba a las manos del sediento era mitad chicha y mitad espuma. Al final le espolvoreaba abundante canela. Y como los cargadores no solamente estaban muy sedientos sino también apurados, ni cuenta que se daban de este detalle, porque ni bien llegaba el vaso a sus manos se lo bebían de un solo viaje.

Entretanto, en las puertas del cementerio, el panteonero Juan de Dios Llerena, que hacía honor a su nombre por su don de gentes, esperaba el féretro badilejo en mano. Yo me quedé en el carro, porque así lo había dispuesto uno de mis tíos. Estaba nervioso y confundido, sobre todo al ver que el ataúd con el cuerpo de mi padre estaba siendo introducido al nicho. Se me hizo un nudo en la garganta y comencé a gritar tratando de evitar que lo metan en ese hueco estrecho y oscuro porque estaba seguro que solo estaba dormido y temía que se asfixie, pero nadie escuchó mi ruego porque todos estaban pendientes de lo que hacía el sepulturero quien, con una destreza admirable procedió a sellar la tumba y, luego, con un pincel escribió el nombre de mi padre, la fecha y las letras QEPD.

Entonces, vi que el sol empezó a ocultarse entre el Quisapata y el Alfapata. Parecía una moneda de oro que entraba a una alcancía. Fue cuando muchos de los acompañantes empezaron a retirarse. Solo los amigos más cercanos y familiares esperaron que el panteonero terminara de colocar las últimas coronas delante de la tumba, una era de ramas de ciprés y la otra de olivo y níspero.

De pronto, se estremeció el ambiente con el último lamento de las plañideras, de quienes ya todos se habían olvidado. Sus quejidos fueron tan lacerantes que nadie pudo contener las lágrimas. Parecía que con este acto recién se estuviera poniendo punto final a la ceremonia. Al escucharlas, me asusté imaginando que mi padre se estaba ahogando en aquel hueco oscuro, que llamaban nicho, donde lo habían metido.Coincidentemente, me acordé que yo también estuve a punto de ahogarme en dos ocasiones.

Claro, cómo olvidar aquella primera vez. Fue un día del mes de octubre, en momentos que los rayos de un sol intenso calcinaban la ciudad. Los transeúntes corrían de un lado a otro buscando la sombra de un pisonay, un molle o una higuera. El calor era tan fuerte que hasta las lagartijas movían sus vientres a mayor ritmo como fuelles de un bandoneón en “taquito militar”. Sin embargo, los únicos felices éramos los chicos porque era un día de limonada, helados y raspadilla.

Yo, me hallaba jugando al borde de la piscina, en la casa de mis abuelos, bajo la atenta mirada de la empleada, una joven muy hermosa que vigilaba con ojos de lince cada un o de mis pasos. No podía ser de otra manera porque, con la fama de travieso que yo tenía, ella no se podía descuidar ni un solo instante.

Mi madre y mis abuelos se hallaban en la sala atendiendo a unas visitas. Y, claro, cuando las visitas llegaban, los niños desaparecíamos. Esa era la regla.

El agua de la piscina estaba tan tranquila que parecía dormir la siesta, tan profundamente, que ni siquiera el picaflor que trataba de succionar el líquido con su largo pico pudo interrumpir su tranquilidad. Tampoco la libélula que en ese momento trataba de posarse sobre su cristalina superficie pudo alterar su sueño. Yo me deleitaba viéndo cómo aquel bello insecto batía sus alas incansablemente para evitar que su cuerpo entre en contacto con las aguas, mientras su filuda lengua succionaba el líquido elemento. Parecía un helicóptero con las aspas siempre en movimiento, para no perder el equilibrio.

Mi nana coqueteaba mirándose el rostro y sus bien formados senos en aquel gran espejo de agua. Hasta que no pudo soportar más el sofocante calor y, luego de otear el panorama por los cuatro costados para estar segura que no había moros en la costa, se quitó sus ropas hasta quedar como Eva en el paraíso y se zambulló, haciendo salpicar algunas gotas en mi rostro. En un principio eso me molestó, pero a medida que mis ojos se clavaban en su desnudez se me fue el mal humor.

¡Cómo disfrutaba mi nana en la piscina! Entraba y salía del agua una y otra vez. Parecía un pez espada zambulléndose en la inmensidad del océano. Yo la miraba de reojo. Al darse cuenta que no le quitaba los ojos de encima, con su natural coquetería me invitó a entrar. Me provocaba haciendo figuras con sus manos. Hasta que no pude resistir más la tentación de aquel canto de sirena y luego de sacarme el short me arrojé como un misil. Ya en el fondo, cuando el agua se me metía por la boca, las narices y hasta por las orejas, recordé que no sabía nadar. Empecé a tragar más agua que una ballena. Sin embargo, mi orgullo y mi instinto de conservación pudieron más, porque en lugar de resignarme a morir ahogado, empecé a mover los brazos y las piernas lo más que pude, hasta lograr aferrarme en toda la desnudez de mi nana.

Esa fue la primera vez que sentí el placer de nadar y de estar muy cerca de una mujer.

Claro, mientras estuve en el fondo de la piscina no logré escuchar los gritos de terror de mi nana. Tanto había gritado que mi madre, abuelos y hasta los invitados llegaron en un santiamén, con sus rostros desencajados por el susto.

– ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?

–Mira mamá, ya se nadar.

–No quiero ver, me da miedo que te ahogues.

–Juanita, ¿Por qué gritaste? Nos asustaste a todos.

Como todos tenían la mirada puesta en mí, Juanita aprovechó para alcanzar sus ropas que se hallaban regadas al borde de la pileta y disimuladamente desapareció.

En Abancay era normal que los niños supieran nadar a esa edad, incluso antes de aprender a caminar. Y eso que no había muchas piscinas. Además de la que tenían mis abuelos en La Quinta, ya estaba funcionando la pileta municipal, la única de tamaño reglamentario para las competiciones oficiales y la mejor equipada, con podios para los clavados, escaleras y vestidores.

Posteriormente el Dr. Guillermo Díaz de la Vega, un conocido médico nacido en la Provincia de Anta-Cusco, con estudios en Francia, que se quedó a vivir en Abancay, enamorado de su clima y su gente, construyó una piscina que la bautizó como Cristal porque se abastecía de un manantial de aguas cristalinas ubicado en medio de sus propiedades.

El Dr. Díaz era un gran nadador, así como sus hijos Chama y Chabuca, con quienes vivía en una casa muy bonita a la que le puso el nombre de “Santa Isabel” en honor a su segunda hija.

La Municipalidad, también tenía bajo su administración la antigua poza de baños, en la avenida Núñez, donde aprendieron a nadar varias generaciones de abanquinos. Lamentablemente esta pileta no estaba muy bien conservada. El lodo que se acumulaba llegaba hasta la altura de los tobillos y los camerinos se derruían por falta de mantenimiento.

En la zona de El Olivo había un estanque de propiedad de la hacienda Patibamba que servía para almacenar agua de riego. Aquí se bañaban los chicos que vivían en Huanupata, un barrio popular al que le cambiaron de nombre por vergüenza, olvidando que los nombres son eternos como los diamantes. Hasta que un día se ahogaron dos jóvenes, succionados por el desagüe y se prohibió el ingreso de bañistas.

Aquellos que no podían pagar el ingreso a estas piletas se bañaban en el río Mariño. Para represar el agua los jóvenes construían diques de piedras. Para ellos no era ningún problema, al contrario, lo tomaban como un pasatiempo ya que, además de bañarse, también disfrutaban enseñándoles a nadar a las chicas que bajaban por la calzada.

Las aguas del Mariño no solo servían para bañarse sino, sobre todo, para regar los extensos campos de cultivo ubicados en la zona baja de la ciudad. Además, era un regulador natural de la temperatura y una inacabable fuente de inspiración de poetas y compositores. Y, claro, también un lugar idílico donde se juntaban las parejas para dar rienda suelta a sus más tórridos romances.

Por su excelente clima, en Abancay se practicaba la natación todo el año, lo que permitió el surgimiento de destacados cultores de este deporte como Adolfo Corro, los hermanos Donald y Guillermo Pareja, Ramiro Viladegut, Mario Gálvez, Chanchín Luna, Carlos Garay, Hedy Valer, Pipo Braganini, el oso Alcides Torres, Coco Abuahadba y Lucho Figueroa, este último un corpulento y carismático administrador de la Empresa Morales Moralitos. Entre las damas destacaban las hermanas Maruja, Tuca y Teresa Luna, Blanquita Torres, Chabuca Díaz y Dora Tejada.

Y bueno, la segunda vez que casi me ahogo fue cuando estudiaba en el jardín de la infancia. Fue un día en que jugaba a las escondidas en el patio principal del plantel. Por buscar un buen escondite, me fui hasta un pozo de agua donde, para mi mala suerte, resbalé y caí aparatosamente. Por la vergüenza ni siquiera se me ocurrió gritar.

Mis compañeros pensaron que ya me había ido al salón. Seguramente por eso, cuando sonó la campana todos corrieron al aula y nadie se acordó de mí, ni siquiera Tula, la niña a quien no le quitaba el ojo. Pasaban los minutos y yo no podía salir del pozo porque era la primera vez que trataba de nadar con las ropas, los zapatos y hasta con el mandil puestos. Y cuando a duras penas llegué hasta el borde me percaté que las paredes estaban muy resbaladizas por los musgos que se habían formado y, por más esfuerzos que hacía, no podía salir. Mis piernas y brazos me empezaron a flaquear y fue cuando recién pedí auxilio pero nadie me escuchó porque todos los niños ya estaban en clases cantando a voz en cuello…

Tiene su colita…a, a, a
Media culebrita… e, e, e
Tiene sombrerito…i, i, i
Tiene su cachito o,o,o
Me gusta la u u u u u

Y como si los santos se hubieran compadecido de mi sufrimiento, se hizo el milagro. Uno de mis compañeros pidió permiso para ir al baño.

– !Cuándo no Carlos Francisco! – Gritó la profesora, sin interrumpir la canción.

A pesar del conocido y trillado pretexto de ir al baño, la señorita le dio permiso. Y apenas escuchó mis gritos, corrió como una liebre para comunicárselo a la profesora quien, recién se percató que mi asiento estaba vació.

– ¡Dios mío no puede ser!

Presa de los nervios, la profesora empezó a dar vueltas en derredor de su pupitre. Hasta que reaccionó.

– ¡Vamos a buscarlo!

Tras ella, todos mis compañeros salieron en estampida. Y, al verme chapaleando en el pozo, la Miss pegó un grito tan fuerte que en lugar de calmar mi nerviosismo lo acrecentó. Después de caminar de un lado a otro por el borde de la poza, comiéndose las uñas, recién pidió auxilio. Al escucharla, la directora María Julia Contreras, las profesoras de otros salones y todos los niños del jardín, entraron en pánico. Gritaban, lloraban y corrían de un lado a otro. Solo aquellos que acostumbraban leer historietas cómicas se atrevieron a hablar.

–Hay que llamar a Superman.

–Niño, no bromees, Superman no existe.

–Entonces llamemos a Batman y Robyn.

–Mejor a los Halcones Negros, son más machos.

Hasta que un niño encontró una soga tirada en el patio. Era la misma con la que las niñas jugaban saltando. Y, emulando al Llanero Solitario, me la arrojó. Finalmente, con ayuda de todos lograron rescatarme.

Por supuesto que estaba empapado de pies a cabeza. La profesora al verme como un pollo mojado se puso tan nerviosa que estuvo a punto de caer desmayada. Tuvieron que darle agua de azar para que se calme, olvidando que quien requería mayor atención era yo porque me moría de frío. Pero, apenas la miss se calmó, me ayudó a despojarme de mis ropas, sin importarle dejarme tal como vine al mundo y delante de las niñas. Al verme como Adán perdido en el paraíso, Tula, la chica que me gustaba y de quien me había enamorado, se sacó el mandil y me lo alcanzó para que pueda cubrir mi infantil desnudez. Fue cuando recién empecé a tiritar, más por la vergüenza que por el frío.

En el cementerio, me acordé de estas cosas porque se me vino la idea que mi padre solo estaba dormido y podía morir ahora metido en el nicho. A como de lugar quería evitar que lo dejaran allí. Desesperado empecé a dar golpes en las lunas del carro donde me hallaba encerrado, según mis tíos para que no me afecte el entierro, sin tomar en cuenta que lo que más quería era estar al lado de mi padre. Y sólo cuando uno de mis familiares escuchó mis gritos me sacaron del vehículo, pero no para llevarme al lado del féretro, donde yo quería estar, sino de vuelta a la casa.

Nunca me pareció tan lúgubre mi casa. Como si la soledad y la tristeza se hubieran apoderado de todos los rincones. La cama de mi padre había sido recogida y el radio seguía apagado.

Fue difícil entender aquella terrible ausencia.

Transcurridos los ocho días de estricto luto, se ofició una misa a la que asistimos los familiares y amigos más cercanos. Luego volvimos a la casa donde, de acuerdo a la costumbre, se sirvió un cóctel de huevos batidos y un ponche de almendras acompañado de las tradicionales galletas María. Y, ya cuando todos los invitados se fueron, mi madre nos reunió a los tres niños para explicarnos el significado de la muerte. Con frases muy sencillas nos dijo que cuando una persona moría, su alma salía del cuerpo para irse al cielo y el cuerpo se quedaba en la tierra para ser sepultado. Y luego sacó la funda que cubría el radio y la encendió. Y como para darnos ánimo, nos anunció que muy pronto nos iríamos definitivamente a vivir a la casa de campo de mis abuelos donde tendríamos más espacio para jugar y disfrutar de la piscina.

Al día siguiente, ordenó que retiraran las cintas y los crespones negros que se habían colocado en las puertas para empezar una nueva vida. Y así fue.

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