El rodadero

Nunca me había sentido tan feliz como el día en que mi padre me dijo que si salía bien en los exámenes de fin de año me llevaría de viaje al Cusco, cuya historia la había leído por primera vez en “El Tesoro de la Juventud”, aquella estupenda enciclopedia editada en España por Walter Jackson que los agentes la vendían en Abancay casa por casa y en cómodas cuotas.
Esta maravillosa colección sí que hacía honor a su nombre porque en sus páginas se escondían valiosos tesoros que los niños y jóvenes descubríamos sorprendidos al repasar cada una de sus secciones como / Las maravillas del mundo / Los adelantos de la ciencia / Biografías de famosos hombres y mujeres / y poesía.
“El Tesoro de la Juventud” siempre tenía la respuesta correcta a nuestras interrogantes, por más capciosas que estas fueran. Para esto, lo único que teníamos que hacer era sumergirnos en ese inmenso mar de cultura y bucear en las profundidades de esas aguas cristalinas para hallar una valiosa información publicada en las secciones / Historia de libros célebres / y / Cosas que debemos saber /.
Y para disfrutar de un entretenimiento sano y divertido solo teníamos que repasar las entretenidas páginas de / Juegos y Pasatiempos /.
Por eso, luego del anuncio de mi padre, con mayor razón hice de esta maravillosa colección mi inseparable y fiel compañera y empecé a esforzarme más en mis estudios, virtud que, confieso, no era muy frecuente en mí.
Al mismo tiempo, empecé a juntar todo lo que quería llevar en mi primer viaje a la “Ciudad Imperial”, como también se la llamaba a esta maravillosa ciudad.
Por mí, cargaba con todo aquello que consideraba de mi propiedad como mi trompo, mi aro, mi primera pelota de cuero y hasta mi bicicleta, porque eran parte de mi vida. Claro, mi padre me explicó que por razones de peso y de espacio lo recomendable era llevar únicamente dos revistas. Escogí las últimas historietas de Tarzán y Superman que las había comprado en la librería de don Lino Ismodes, para leerlas en el camino. Mi madre, que siempre estaba pendiente de todo, me las alcanzó mientras me ponía la casaca que más odiaba por ser gruesa y pesada. Y, como si este suplicio fuera poco, hasta me amarró una chalina alrededor del cuello. Con tanta ropa, estaba que me ahogaba.
–Hijito, no dejes de abrigarte porque en Cusco hace mucho frío. ¿Me escuchas? Parece que mis palabras te entraran por una oreja y se salieran por la otra.
–Por favor mamá, cuando estemos allá me abrigaré pero, ahora estoy que me aso.
–Está bien, me preocupa que cojas un resfrío.
–Mamá, desde anoche me dices lo mismo.
Luego de darle un abrazo y un beso me ubiqué junto al chofer. Desde allí observé que mis padres se despedían efusivamente como si nos estuviéramos yendo para toda la vida.
Apenas mi padre subió, la camioneta Chevrolet del Ministerio de Agricultura, que le habían asignado a mí padre para su servicio, empezó su marcha por una estrecha carretera sin asfalto que se extendía haciendo zigzag como una serpentina de carnavales arrojada al azar sobre las faldas de Ccanabamba y Soccllaccasa. ¡Mama mía! La carretara tenía más curvas que una bailarina de samba brasileña.
A la altura de Saywite, el chofer Pablo Segundo, sobre paró el carro y se puso a respirar hondo, según nos dijo, para sentir el aire puro de la cordillera. Contó que el nombre de aquel lugar provenía de la palabra Saywa, que significaba rumas de piedras, que los antiguos caminantes las colocaban cada cierto trecho como señales para identificar el sendero.
A Pablo le encantaba explicar cada detalle de los lugares por donde pasábamos.
–Mira, me dijo mientras extendía su dedo índice, ese es el Qhapaqñan (camino inca) que antiguamente unía el Chinchaysuyo con el Cusco. Y al costado está el Monolito. Es una piedra elipsoidal parecida al arca de Noé que tiene más de 200 figuras talladas en altos y bajos relieves. Se cree que todo este lugar fue un centro de culto al sol y al agua. Y si giras la vista hacia el lado derecho verás el Intiwatana (Reloj solar).
–Quiero conocerlo – Le pedí a mi padre.
–Hijito, Quizás a la vuelta porque ahora no tenemos mucho tiempo. Debemos avanzar antes que nos sorprenda la lluvia y se interrumpa la carretera en Quebrada Honda o Q’elloccacca donde son muy frecuentes los huaycos. Me dijo.
Pablo, que en ese instante se mantenía callado por la intervención de mi padre, prosiguió…
–Por este otro lado está el ushno (altar), que los incas utilizaban para observar los astros y celebrar ceremonias religiosas…
Pero, justo cuando pasábamos por aquel lugar, el mal de altura comenzó a hacer estragos en mi estómago. Las arcadas y los mareos me doblaban en dos. Nada me aliviaba, ni siquiera el limón que me alcanzó Pablo para que vaya chupando mientras avanzábamos porque, según él, era un santo remedio para el soroche.
No tenía ganas ni siquiera para leer las revistas que las había comprado con tanta ilusión.
No obstante, a medida que la camioneta descendía hacia las entrañas del cañón del Apurímac que, según algunos topógrafos, es el más profundo del país, mis molestias fueron desapareciendo. Y al pasar por Curahuasi, (Casa del cura) donde hace muchos años los jesuitas habían construido un hermoso templo en honor de Santa Catalina de Alejandría, patrona del pueblo, el aire impregnado de un aroma de anís me reanimó.
El olor era tan agradable que hasta me atreví a sacar la cabeza por la ventana para sentir mejor la fragancia de esa maravillosa planta que se veía por todas partes formando mantos verdes tendidos al sol. Mi padre me dijo que, al igual que el maíz blanco, de grano grande y sabor dulce, el anís de Curahuasi era muy apreciado en el mundo. Y en verdad lo era por su probada eficacia para aliviar los malestares estomacales, sobre todo después de opíparas meriendas a base de carnes fuertes y grasosas.
Luego de pasar Curahuasi llegamos a los baños de Cconoc (nombre que viene del quechua ccoñic, que significa caliente), cuyas aguas superan los 35 grados de temperatura. Y a los pocos minutos llegamos al antiguo puente Cúnyac, espectacular obra de ingeniería considerada como una de las joyas más importantes de la red vial del sur. El calor era tan sofocante que lo primero que hicimos fue comprar un refresco que lo bebimos mientras admirábamos la belleza de tan prodigiosa naturaleza. Recién mi malestar desapareció por completo. Y mientras miraba la inmensidad del puente, pegunté…
– Papá ¿quién trajo el primer carro a Abancay?
–Fueron los esposos José Díaz Bárcenas y María Letona, dueños de la hacienda Illanya. El auto tuvo que ser llevado a lomo de bestia, pieza por pieza, porque todavía no se había terminado de construir la carretera, tampoco el puente existía. Recuerdo que era un Ford del Año 36 que fue armado por don Liborio Castro – Me respondió.
– ¿Mi tío? ¿El hermano de mi abuela?
–Si, fue él quien lo hizo funcionar. Sabía de motores porque estudió mecánica de aviones en Lima.
Y mientras la camioneta pasaba lentamente sobre el puente, de una descomunal estructura de hierro, contemplaba perplejo cómo las aguas del Apurímac horadaban las entrañas de los andes para formar el cañón más espectacular que vi en mi vida. Parecía una grieta en el vientre del planeta, un tajo perfecto en el corazón de la tierra, rocas pulidas por las aguas de aquel majestuoso río, a través de los siglos.
Pablo Segundo contaba que, antiguamente, había un puente colgante llamado Maucachaca, construido con sogas de cabuya y tablillas de huarango, por donde los arrieros como Túpac Amaru II, pasaban jalando sus recuas de mulas cargadas del codiciado oro de las minas de Potosí, con destino a Lima.
– ¿Será verdad que algunas mulas se cayeron del puente y que ese oro todavía se encuentra en el fondo del río?
–Así dicen, eso solo lo sabe Dios.
Detrás de aquellas montañas estaban asentadas las haciendas Marcahuasi y La Estrella, que producían aguardiente de caña. Y los artesanos que vivían allí se dedicaban a la confección de odres de piel de chivo.
En Limatambo, ya en territorio cusqueño, hicimos una nueva parada para aumentar agua al radiador de la camioneta. Eso mismo hacían los conductores de otros vehículos, particularmente de pesados camiones y buses.
Cuando llegamos al Cusco, ya el sol se había ocultado y caímos rendidos en las camas del hotel.
Al día siguiente, la vista desde la ventana era maravillosa, los techos rojos de las casas, las calles empedradas que brillaban como recién lavadas después de una noche de lluvia.
Un viento helado batía los cabellos de las niñas que presurosas caminaban a sus colegios, con sus caritas rojas y sus narices frías..
Para mí, todo era distinto, las casas construidas de adobe, sobre cimientos de piedra. Parecían todas iguales porque sus paredes estaban pintadas de blanco y sus techos eran de teja. Y en sus balcones pintados de azul, se exhibían hermosas macetas con helechos que parecían tiritar por el frío.
La mayoría de las viviendas del centro tenían grandes puertas de madera en medio de columnas y dinteles de piedra y aseguradas con aldabas de hierro, como si fueran fortalezas. ¿Qué tesoros ocultarán? Me pregunté.
Seguramente que más que las joyas de la abuela, eran los secretos de familia, que se guardaban bajo siete llaves, de generación en generación. Pensé.
Mi padre, al notar mi interés por esas edificaciones me explicó que antiguamente las casas de los incas eran de piedra.
– ¿Y por qué los españoles las destruyeron? – Le pregunté.
–Porque querían borrar todo vestigio que pudiera ir en contra de su cultura y religión – Me respondió.
Después de salir del hotel caminamos hasta la calle del Medio.
Al observar la imponente plaza… ¡no podía creerlo!
Por un instante pensé que todo lo estaba viendo no era real, sino la fotografía de aquel viejo libro que un día vi en la Biblioteca Municipal de Abancay, cuyo título no me acuerdo menos el nombre del autor porque a esa edad, las fotografías me llamaban más la atención que los textos. Mi padre y yo, caminamos por los portales hasta llegar a la cafetería El Astro donde, según un amigo de mi padre, allí se servía el mejor café con leche y el chocolate más delicioso del Cusco.
Y no dejaba de tener razón porque, antes que se inaugurara El Ayllu, este era el lugar donde se servía un exquisito chocolate en taza, al estilo de la abuelita, es decir preparado con clavo de olor, canela, azúcar, y una pisca mantequilla y vainilla, casi imperceptibles.
Y, apenas nos sentamos, se acercó el mozo y sin darnos la oportunidad de revisar la lista, nos preguntó…
– ¿Chocolate o café con leche?
Al ver que nos quedamos mirándonos el uno al otro y tardamos en decidirnos, porque ambas ofertas eran muy apetitosas, el mozo se fue a otra mesa donde se hallaban dos turistas quienes, haciendo uso de un castellano motoso, pidieron su insustituible “desayuno americano”. El mozo que, al parecer le pesaba la lengua, con las justas abrió la boca solo para demostrarles que sabía hablar algo de inglés.
–Okey, okey.
Y se retiró a la cocina, murmurando…
–Estos gringos no saben lo que se pierden…desayuno americano… ¡Cojudos tenían que ser!
Pablo, el chofer de la camioneta, que recién llegaba, se nos unió en ese momento porque se había alojado donde un familiar. Luego de saludarnos nos dijo que había estacionado el carro al costado de la iglesia de La Compañía de Jesús, con la seguridad que Dios se la podía cuidar mejor que nadie porque sus parientes le habían advertido que tenga mucho cuidado con los amigos de lo ajeno.
Luego del opíparo desayuno, de sendos cafés con leche que pidieron mi padre y Pablo y yo un chocolate con un plato de nata incluido, mi padre se retiró para asistir a una reunión con el Jefe de la Oficina Regional de Agricultura, no sin antes recomendarnos que lo esperemos en la camioneta.
En vista que la reunión se estaba prolongando, el chofer, seguramente al notar mi aburrimiento me permitió salir del carro para estirar las piernas y al mismo tiempo poder distraerme en el centro de la plaza. Y mientras observaba con atención la estatua, dos niños de mi edad se me acercaron y sin que les preguntara nada me comentaron que el personaje de la escultura no era Atahualpa, como muchos creían, sino Cuátemoc el monarca Azteca, que por confusión lo habían enviado a Cusco.
– ¿Y cómo lo saben?
–Aquí todos lo sabemos, mis papás, mis hermanos, todo el pueblo lo sabe – Aseguró uno de ellos.
– Dicen que el monumento del inca está en México. Otros dicen que esta estatua es de un indio norteamericano – intervino el otro.
–No parece, pero, bueno si ustedes lo dicen.
Al escucharlos pensé en la figura de Tonto, el amigo del Llanero Solitario, uno de los personajes más famosos de los comics de esos tiempos.
Los dos niños me contaron también que en la fortaleza de Sacsayhuamán había un rodadero de piedra.
– ¿Está lejos? – Pregunté
– ¡No, aquisito nomás, si quieres vamos.
Al principio no les acepté la invitación porque temía que mi padre no me encuentre a su retorno. Sin embargo, lograron convencerme y nos fuimos caminando por la calle Suecia hasta llegar al pie del Cristo Blanco, (Monumento construido por Ernesto Olazo Allende y donado por la colonia árabe-palestina en 1945)
Ya en la explanada, mirando aquel espectacular complejo arqueológico que, según explicaba una guía a un grupo de turistas, se empezó a construir con el inca Pachacútec en el siglo XV y lo concluyó Huayna Cápac en el siglo XVI, me quedé boquiabierto.
Y con tantas emociones juntas me olvidé hasta de la hora.
De pronto, me vi rodeado de inmensas rocas de aproximadamente 250 toneladas de peso cada una, unidas con una precisión milimétrica y formando muros de más de nueve metros de altura.
– ¿Qué significa la palabra Sacsayhuamán? – Pregunté por curiosidad.
–Proviene del quechua, sacsay que quiere decir saciarse y huamán, halcón.
–Pues, antes que venga un halcón con hambre mejor sigamos caminando.
Todos reímos con la ocurrencia y nos pusimos a jugar en aquel laberinto de rocas. En la parte alta, otra guía explicaba a un grupo de turistas argentinos…
–Todo esto fue un gran santuario para adorar al dios sol. Pero cuando los incas fueron atacados por los Chankas, lo convirtieron en fortaleza. En la conquista, Cahuíde también lo usó como fortaleza para defender al Cusco del ataque de los conquistadores. Al ser derrotado, el santuario fue destruido. Se llevaron hasta las piedras para los cimientos de las nuevas edificaciones que empezaron a levantar los españoles.
Cuando llegamos a las chinkanas ninguno de nosotros se atrevió a entrar porque uno de ellos contó que quienes lo habían hecho no habían salido más, por eso adoptó el nombre de chinkanas, eran una chica y otra grande, también conocidas como laberintos, misteriosas cuevas hechas en roca caliza; no se sabe si fueron los incas o una civilización anterior a ellos quienes las cavaron.
La primera es accesible al público, por tener un recorrido corto, y a la otra no se puede entrar porque tiene un recorrido más largo, y es en esta cueva donde surgieron muchas leyendas porque muchas personas se extraviaron. Por eso está totalmente cerrada al público.
Se dice que estos túneles se comunican con el templo del sol o Qorikancha.
En 1940, Harold Wilkins se refiere a esta misteriosa red que parece interconectar todos los sitios arqueológicos del continente.
El Padre jesuita Agnelio Oliva (1542-1572), relató que: “Huayna Cápac dotó de nuevos, muy suntuosos y grandes edificios y a él es atribuida la construcción del laberinto subterráneo que llaman Chinkana, del cual había salidas a los caminos de fronteras, puentes, fortalezas y otros edificios”.
El Inca Garcilaso de la Vega (1609), en sus Comentarios Reales de los Incas, explica que: “Una red de pasajes subterráneos, tan largo como las propias torres estaban todos conectados. El sistema era compuesto de calles y alamedas partiendo en todas las direcciones, todas con puertas idénticas”.
“Algunos de los túneles llegaban a Cusco, a tres kilómetros de distancia, comunicando Saqsaywamán con el Koricancha y otros edificios. Otros túneles se adentraban hacia el mismo corazón de los Andes, sin saber a dónde conducían exactamente.”
Ante tanto misterio preferimos pasar de largo y seguir caminando. Hasta que por fin llegamos al rodadero.
Me quedé sorprendido porque nunca había visto un rodadero de piedra tan grande. Me sentí como uno de los siete enanitos del cuento de los hermanos Grimm. Y de inmediato nos pusimos a jugar deslizándonos una y otra vez sin acordarnos del tiempo, la sed y el hambre. Al observar que se aproximaba una camioneta recién pensé en Pablo y mi padre. Batí las manos pensando que eran ellos pero, a medida que el vehículo se iba acercando, me di cuenta que no era la camioneta color verde de la oficina de Agricultura, sino una Ford color gris.
Y apenas se estacionó junto a nosotros, bajaron tres hombres armados, nos amenazaron y luego de amordazarnos nos subieron a la tolva.
– ¿Qué hacemos con ellos?
–Hay que encerrarlos hasta que se los lleven a los lavaderos de oro de Madre de Dios.
–¡Y cuánto crees que nos darán por los tres? Recuerda que el trato solo fue por los dos hermanitos. Sacaremos algo más por este niño que no parece ser de aquí.
Entretanto, en la plaza de Armas, Pablo, al no verme corrió a contárselo a mi padre quien, muy preocupado, les pidió a los funcionarios y empleados de la oficina para que lo ayuden a buscarme. Lamentablemente la búsqueda fue infructuosa. Nadie les daba razón de mi paradero. Fue cuando el Jefe de la oficina Regional de Agricultura tuvo la brillante idea de llamar a radio Tawantinsuyo para que transmitan un aviso. Y de inmediato el locutor lanzó el mensaje…
–Desde sus estudios en la Av. Sol transmite Radio Tawantinsuyo, en los 1190 KHZ. Atención…Damos cuenta de un mensaje al servicio de la comunidad:
“Ha desaparecido un niño de siete años de edad. Viste jeans, chompa ploma y zapatillas. Cualquier información favor comunicar a esta emisora. Se dará buena gratificación”.
Almismo tiempo, el personal de la oficina se movilizó por toda la ciudad en taxis. Un grupo se dirigió a los controles policiales. Otro, salió a recorrer las calles. Mi padre y Pablo se fueron a los hospitales Regional y Lorena, pensando que había sufrido un accidente.
Los locutores de radio Tawantinsuyo seguían transmitiendo el aviso, cada media hora. Y fue cuando la madre de mis amiguitos, que no dejaba de sintonizar esta emisora, al escuchar el llamado de emergencia recordó haber visto a sus hijos que se dirigían hacia el rodadero acompañados de un niño de las mismas características que describía el locutor y, sin pérdida de tiempo, llamó a su esposo…
–Benigno, Me parece raro que nuestros niños no hayan regresado todavía. Hace rato que los vi pasar con un niño de la ciudad hacia el rodadero. Esto me huele mal. ¿Por qué no te das una vuelta por allá?
–Jacinta, no puedo dejar el trabajo, tengo que terminar de regar la chacra antes que la asociación de regantes nos corte el agua. No olvides que el abastecimiento es solo una vez por semana. Si no aprovecho, la sequía afectará nuestros sembríos. ¡Imagínate! Ahora que no tenemos dinero para comprar semillas, esto sería una tragedia.
Con semejantes argumentos, a la mujer no le quedó otra cosa que salir sola en busca de sus hijos. Sin embargo, el agricultor, al verla alejarse dejó su lampa y se animó a acompañarla. Algunos vecinos, extrañados por los afanes de la pareja les salieron al encuentro.
–Benigno, Jacinta ¿A dónde van? ¿Escucharon la radio? Dicen que ha desaparecido un niño, tengan cuidado con vuestros hijos. Los “saca ojos” andan por todos lados.
Como en el juego del teléfono malogrado, mientras avanzaban, las versiones también cambiaban.
– ¿Sabían que esta mañana se han llevado a un niño? Dicen que se los roban para sacarles su sangre y venderla a los enfermos de leucemia. ¡Qué barbaridad!
La mujer, al escuchar estas versiones estaba al borde de la locura, más aún cuando marido y mujer llegaron al rodadero y no vieron a sus hijos. Sin saber qué hacer regresaron a su vivienda. Los vecinos al enterarse de la desaparición de los menores también salieron a buscarlos por toda la zona, sospechando que algo grave les había ocurrido. Colocaron carteles en las fachadas de sus viviendas pidiendo alguna información que ayude a dar con los desaparecidos. La búsqueda fue infructuosa porque los secuestradores los habían encerrado en una casa abandonada, lejos del rodadero.
La habitación, tenía una pequeña ventana enrejada que daba a unos terrenos, al pie de la ventana pasaba una acequia de regadío.
Mientras los minutos avanzaban, me quedé mirando la corriente de agua, imaginando la desesperación de mi padre.
– Si tuviéramos un radio – Dije.
–Tú, siempre pensando en la radio. Aquí es imposible que consigamos ese aparato.
–Tenemos que ver la forma de comunicarnos. ¿Tienes una honda?, podríamos envolver una piedra con un papel escrito y lanzarlo hacia el camino para que alguien lo vea.
–Es una buena idea, pero no tenemos honda ni piedra, solo nuestros cuadernos de la escuela.
Una vez más me acerqué a la ventana y observé la acequia. Fue cuando me acordé que en Abancay jugaba a las carreras de barquitos con mis amigos en una corriente de agua. Los barquitos los hacíamos unas veces de papel y otras de madera y los lanzábamos a una acequia muy parecida a la que pasaba por el lugar nos tenían ocultos.
– ¡Tengo una idea! Arranquen las hojas de vuestros cuadernos.
– ¿Para qué?
–Para hacer barquitos de papel.
Los hermanos en un principio pensaron que me había vuelto loco porque justo en esas circunstancias yo quería ponerme a jugar. Pero al escuchar mi plan se mostraron optimistas y hasta recordaron que era día de riego en las chacras de su padre. Y sin pérdida de tiempo comenzamos a soltar los barquitos, con un solo mensaje:
“Nos tienen secuestrados en una casa abandonada detrás del rodadero”.
A partir de ese momento, decenas de barquitos empezaron a desplazarse por la acequia, hecho que rápidamente llamó la atención de los niños de la comunidad que jugaban en los alrededores. Hasta que a uno de ellos se le ocurrió leer el mensaje y de inmediato se lo contaron a sus padres.
Al instante, toda la vecindad en pleno se reunió para averiguar de dónde venían los barquitos de papel. Y luego de armarse hasta los dientes con sus herramientas de labranza, empezaron la búsqueda casa por casa. Y al notar que una masa humana se acercaba a la vivienda abandonada, los secuestradores huyeron como si hubieran visto un ejército de diablos.
Luego del rescate, lo primero que hicieron los padres de mis amigos acompañados de varios vecinos, fue llevarnos a los estudios de radio Tawantinsuyo, emisora que no dejaba de transmitir los mensajes “al servicio de la comunidad”
Y mientras esperábamos en las instalaciones de la emisora, me puse a mirar cómo funcionaba aquel medio que tanto quería conocer.
La cabina de locución era un pequeño ambiente sellado con un material sintético para amortiguar los ruidos y sobre una mesa cubierta con una franela color verde se erguía el micrófono. En cambio la sala del operador parecía la cabina de un avión de la segunda Guerra Mundial, donde un solo piloto lo controlaba todo. Desde allí ordenaba al locutor que hable, que calle, que no respire, que cierre la puerta, que se fije en la luz de “micrófono abierto”, que esté atento al final de la canción, que tome nota del próximo tema musical. El locutor parecía solo un robot que funcionaba tal como lo quería el operador y éste, a su vez, trabajaba como lo habían programado sus jefes, sin hacer nada más de lo que figuraba en el guión. A sus costados tenía dos viejos tocadiscos de tres velocidades. Uno para los discos de larga duración y de 45 RPM y el otro para los acetatos de publicidad de 78 RPM. Lo peor que le podía ocurrir al operador era que sus empalmes no fueran exactos. Por eso, para no provocar baches sostenía el disco con una mano y con la otra la perilla. Parecía el piloto de un auto de carrera agarrando el volante con una mano y con la otra la palanca de la caja de cambios en espera que le den la orden de largada.
Del mismo modo que el piloto hacía chirriar las llantas, esperando la bandera a cuadros para salir como un bólido, el operador también frotaba el disco para hacer chirriar el disco y darse cuenta que la aguja estaba al principio de la música. Lo lanzaba solo cuando el locutor terminaba de anunciar el título de la melodía.
Si el corredor debía estar con los ojos bien puestos en la pista, para no derrapar, el operador de radio tenía que estar listo, con las manos en las perillas para no patinar.
La salida al aire se controlaba con un monitor que no era otra cosa que un viejo receptor a tubos que funcionaba a duras penas, a veces sí y a veces no.
Para la transmisión de los programas en vivo, la radio contaba con un auditorio, que la distinguía de las otras emisoras porque en ese tiempo una radio sin auditorio era considerada como pichiruche. En Cusco solo dos estaciones de radio tenían auditorio, radio Cusco y radio Tawantinsuyo.
Era impresionante cómo esta emisora acaparaba la sintonía en todo sur del Perú. Los espacios más sintonizados, además de los programas de auditorio, eran el informativo de las mañanas y sus llamados saludos musicales que se transmitía en las tardes, justo a la hora de la picantería, donde se felicitaba a las personas que cumplían años o celebraban algún otro acontecimiento.
– ¡Atención Huarocondo! mensaje para la señora Serafina Cahuantico. De parte de su compadre Floresmiro Solapa le deseamos muchas felicidades por su cumpleaños. Que lo celebre disfrutando de un delicioso lechón. La saludamos con la pieza musical “Acaso porque me abandonaste me voy a morir”
–Saludo musical para el señor Rudesindo Urtecho, que hoy cumple 97 años de vida. Por parte de su ahijada Jacinta Cutipa, le deseamos muchos años de vida más y le dedicamos el huayno “Hasta cuando te voy a esperar”
De rato en rato, el locutor anunciaba la hora, que casi nunca coincidía con la oficial porque las agujas del reloj se movían a gusto del operador. El que terminaba su turno lo adelantaba para salir más temprano y el que lo reemplazaba lo atrasaba para hacer creer que llegaba a su hora. El problema era para el locutor quien, en un determinado momento anunciaba hasta dos veces la misma hora o, lo que era peor, a veces regresaba en el tiempo.
Otra de las cosas terribles que le podía ocurrir al operador, era quedarse distraído por causa de una llamada telefónica generalmente de alguna admiradora, a quien le sacaba una cita haciéndole creer que era un muchacho guapo, con buen sueldo y de buena familia. Y claro, mientras el operador estaba prendido del teléfono el disco seguía girando. En una ocasión el disco se rayó y lo único que se escuchaba era “no aguanto…no aguanto…no aguanto” Con justificada razón los oyentes se quejaron a la administración, señalando que cuando los empleados tengan ganas de estar con sus parejas mejor no vayan a trabajar.
Otro día, uno de los operadores que tuvo que salir al baño por causa de una colitis aguda, no se le ocurrió nada mejor que dejar el disco “Acércate más”, sin percatarse que estaba rayado. Durante cinco minutos lo único que se escuchaba en toda la ciudad fue “más, más, más, más, más”, hasta que un oyente llamó para protestar indicando que los locutores tenían todo el derecho de tener sexo, pero no de transmitirlo.
En la radio ocurrían cosas increíbles. Una vez, luego que el locutor saludó a la esposa del alcalde de uno de los distritos más populares con una pieza musical muy de moda en esa época que decía “En esta vida, todo se disputa pero, la verdad siempre gana” se salió de la cabina para tomar sol en la puerta de la emisora junto con el operador, con tan mala suerte que el disco se rayó justo en “Disputa, puta, puta…” El Alcalde armó un alboroto pidiendo una explicación. Como consecuencia del escándalo, el monta discos y el locutor, tuvieron que ser despedidos.
En momentos que me hallaba con mis amiguitos conociendo el auditorio, mi padre llegó en compañía del jefe y los empleados de la oficina Regional de Agricultura. El reencuentro fue dramático. Ambos nos abrazamos y lloramos de emoción. Pero a medida que pasaba el tiempo, se fue calmando y yo aproveché para contarle que había conocido el rodadero
– ¡Es el más grande del mundo! Me contaron que los hijos de los incas se distraían allí mientras duraba el ataque de los Chankas.
Luego de la conmovedora escena del reencuentro, lo primero que hizo mi padre fue entregarles una recompensa a los papás de mis amigos cusqueños, mientras que el jefe de la oficina agraria les ofreció las semillas que necesitaban, así como un apoyo económico para que pudieran salvar la temporada agrícola.
Y casi inmediatamente, emprendimos el viaje de retorno a Abancay porque, con tantas emociones juntas, mi padre no quiso quedarse ni un minuto más.
– ¿Y, cómo te fue hijito? Fue lo primero que me preguntó mi madre apenas llegamos a Abancay.
–Mamá, por fin sé cómo funciona una radio. Conocí radio tawantinsuyo. Te cuento que también conocí el rodadero. Ah, otra cosa…mejor que te lo diga mi papá para que no te pongas nerviosa. Chao, me voy a jugar con mis amigos.

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